miércoles, 22 de septiembre de 2010

TESIS DE MAESTRÍA



POESÍA Y POÉTICA DE REYNA RIVAS. ESTUDIO DE LA RELACIÓN FILOSOFÍA-POESÍA EN SU OBRA POÉTICA
Trabajo presentado como requisito parcial para optar al Título de Magíster Scientiarum en Literatura Iberoamericana
Mérida, Febrero de 2004

                                                      AUTOR: Lic. José Antonio Romero Corzo
                                                              TUTOR: Prof. Bernardo Enrique Flores Ortega
                             FECHA: Febrero de 2004.

CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN
LA RELACIÓN FILOSOFÍA-POESÍA.
FUNDAMENTOS TEÓRICO-METODOLÓGICOS GENERALES
PARA SU INDAGACIÓN EN LA OBRA POÉTICA DE REYNA RIVAS

[…] el pensar es poetizar la verdad del ser en el dialogo histórico de los que piensan.

 Martín Heidegger

[…] es la filosofía, más reciente en el tiempo, más advenediza y moderna, la que hinca su aguijón en la carne de la poesía, y le inyecta su propio veneno (la reflexión, el trabajo del concepto, el sistema, la pregunta, la exigencia de fundamento, la constante crítica, el escepticismo, el análisis riguroso, en definitiva, todo lo que es defensa del principio de realidad, inteligencia, duda y razón.

Diego Romero Romero de Solís

1°.- Breve semblanza sobre la vida y obra poética de Reyna Rivas y la importancia de su  estudio.
Reyna Rivas, poeta venezolana nacida en la ciudad de Santa Ana de Coro (1932), inició su carrera de escritora hacia el año 1951, cuando publicó en París, en una edición artesanal numerada, su primer poemario titulado Seis prosas, con prólogo del poeta venezolano Roberto Ganzo, ilustrado con una serie de litografías de su esposo, el pintor venezolano Armando Barrios. Desde aquella edición otros cuatro poemarios más fueron ilustrados por el artista: Estampas, 1953; Huéspedes de la memoria, 1957; A la orilla del tiempo, 1959; Palabra y poesía, 1968.
Cinco décadas de producción poética marcan el quehacer literario de Reyna Rivas, siendo sus primeras obras editadas en París, Caracas, Milán, Roma y México. En estas y otras ciudades del mundo nuestra poeta también desplegó su talento artístico como cantante lírica. En la actualidad reside en Caracas y preside la Fundación Armando Barrios, creada por ella y sus hijos para el conocimiento y difusión del trabajo y las ideas artísticas del afamado pintor venezolano, fallecido hacia fines del año 1999. Producto de esta iniciativa cultural de Reyna Rivas ha sido la edición de tres libros: el primero titulado "Diálogos" (Caracas, febrero de 2000)  el segundo, Armando Barrios. Bocetos (Caracas, diciembre de 2000) e Infinitos verbales (Caracas, 2003).
Hasta hace aproximadamente unos tres años la obra poética de Reyna Rivas había sido poco divulgada en Venezuela, salvo, tal vez, por algunos textos de poesía y narrativa inspirados en el folklore venezolano, destinados a la infancia, e incorporados en breves antologías de exclusivo uso escolar (El perico asado, 1956; La burriquita, 1959; La muñeca, 1959). Ello, pese a haber sido acreedora del 1er Premio de Poesía de la Asociación Cultural Iberoamericana (Caracas, 1962) y asidua colaboradora en publicaciones periódicas venezolanas como el Diario El Nacional, Revista Nacional de Cultura y en publicaciones extranjeras como Papeles de Son Armadans (España), Journal des Poétes (Bélgica), Cuadernos Americanos (México ), entre otros.
Sin embargo, la Fundación "Elías David Curiel" dedicó su bienal de poesía del año 2001 en homenaje a esta poeta falconiana, ocasión durante la cual su obra fue objeto de valoración crítica, reconocimiento y divulgación en los principales medios periodísticos de Falcón y de Caracas.
No obstante, hemos observado que el estudio crítico, junto a la divulgación de la obra poética de Reyna Rivas, ha tenido en Venezuela un espacio exiguo y limitado tras más de cuatro décadas de intensa producción literaria, lo cual nos ofreció un ámbito fecundo para el análisis e interpretación de los nexos establecidos en su obra poética entre filosofía y poesía dentro del contexto iberoamericano.
Igualmente, despertó interés observar cómo la obra poética de Reyna Rivas no ha ocupado hasta hoy un espacio relevante y significativo en el canon de la poesía nacional, y de modo particular en su historiografía, a pesar de que sus coordenadas estéticas se imbrican en el pensar filosófico occidental del siglo XX. Así lo apunta el hecho de que su poemario Estación de hoy (México, 1962) fuese prologado por la filósofa española María Zambrano, como también lo fue su poemario Memorables (Caracas, 1975) por el filósofo venezolano Ernesto Mayz Vallenilla, (además de ciertas anotaciones críticas inéditas a algunos de sus poemas realizadas por el filósofo español Juan David García Bacca). A esto se añade la existencia de un epistolario compuesto por ciento veinte cartas dirigidas a Reyna Rivas por María Zambrano, a través de cuyo estudio exhaustivo podría rastrearse la naturaleza y el grado de vinculación existente entre nuestra poeta y la filósofa hispana, para develar los nexos biográficos, estéticos y filosóficos subyacentes en la intratextualidad de Reyna Rivas, así como su diálogo con esta figura de la intelectualidad hispanoamericana del siglo XX, tarea ésta que excede las modestas consideraciones hechas aquí, y que representa un verdadero reto intelectual para ser efectuado en un trabajo específico posterior.

            Sin embargo, la reflexión elaborada en el presente trabajo sobre la relación  filosofía-poesía, pretende revelar el despliegue de configuraciones retóricas y estilísticas manifiestas en la obra poética de Reyna Rivas, a través de sus nexos con diversas sensibilidades estéticas epocales en la vecindad y/o imbricación del lenguaje poético-filosófico presente en su obra poética, de la cual seleccionamos para su estudio tan sólo algunos de los textos más representativos.
            Así, el primer capítulo está dedicado al tema del amor y la muerte desde la interpretación, por una parte dentro la perspectiva del psicoanálisis de Julia Kristeva, y, por la otra, de la hermenéutica filosófica de María Zambrano, los enfoques de Plotino, Ortega y Gasset y Carlos Gurméndez para el primer poemario de la autora, Seis prosas (1951).
            En el segundo capítulo estudiamos brevemente, desde la hermenéutica heideggeriana y gadameriana, y con los aportes de Valente y Juarroz, entre otros, la poética del silencio y la palabra, la memoria y el olvido en el poemario Huéspedes de la memoria (1957).
            En el cuarto capítulo mostramos algunos apuntes hermenéuticos sobre las directrices poéticas de Reyna Rivas, presentes en el poemario Palabra y poesía(1968), tales como la recuperación del valor ontopoiético de la palabra, el cuestionamiento ontopoiético del lenguaje y la realidad,  la mitopoíesis y el diálogo poesía-filosofía, entre otos.
   Por último, en el quinto capítulo, indagamos, también desde la perspectiva hermenéutica los nexos entre sueños, tiempo y ser, manifiestos en el poemario Sueño de la palabra (1996), fundando nuestra pesquisa en los aportes ofrecidos por María Zambrano sobre el tema en cuestión.
            Para la realización de este trabajo nos centramos en los objetivos siguientes: 1) estudiar las vinculaciones existentes entre filosofía y poesía en la obra poética de Reyna Rivas; 2) reflexionar sobre el lenguaje y su capacidad fundadora de mundos reales, posibles o utópicos, imaginados, soñados o ensoñados; 3) proponer un estudio hermenéutico de la obra poética de Reyna Rivas; 4) indagar sobre los aspectos ontopoiéticos y ontovalorativos, presentes en ella; 5) develar los fundamentos filosóficos presentes en la obra poética de dicha autora; 6) contribuir con una valoración de su obra poética, como aporte a la crítica estética de la poesía nacional, y 7) proponer una vertiente de lectura e interpretación filosófico-poética de la obra de Reyna Rivas, para su recuperación histórica y su reconocimiento en el canon de la poesía nacional.
La hipótesis que sostenemos en este trabajo parte de la idea según la cual la mitopoíesis de Reyna Rivas surge con y desde la reflexión poético-filosófica sobre el lenguaje y su capacidad fundadora de mundos reales, posibles o utópicos, imaginados, soñados o ensoñados; por cuanto es en el ámbito de lo imaginario en conjunción con lo simbólico, lo real, lo intelectivo y lo intuitivo devenidos en escritura (en lenguaje) donde se da la relación filosofía-poesía.
Efectivamente, como queda evidenciado en esta investigación, en la obra poética de Reyna Rivas está presente la co-incidencia de dos acciones que, de acuerdo con María Zambrano han seguido caminos diferentes en el transcurso de la historia occidental: el del pensamiento (filosofía) y el de la creación (poesía). La vocación filosófica y poética se constelizan en la escritura de nuestra autora venezolana para inquirir sobre los fundamentos del ser en la temporo-espacialidad de la poesía, surgiendo de lo poético como constitución de su construir/habitar fundantes. Así, "apegándose en las orillas de un resplandor desconocido", Reyna Rivas se adentra en los laberintos y grietas del lenguaje para dar un salto a los abismos del silencio, la memoria y el olvido, o, penetrando en las oquedades del grito busca en el misterio la alétheia; es decir, la verdad prístina, ontológica, dada en el decir poético.
Interrogando al lenguaje interroga también la realidad, pues no se puede alcanzar una aprehensión comprensiva de ella sin antes haberse sumergido en las corrientes turbulentas de aquél. La realidad se ofrece entonces como el lenguaje, y por los poderes inherentes a él (y aun en sus mismos límites y afueras) investida de apariencias y de imperativos, impuestos por las múltiples visiones de mundo condicionantes del sujeto.
Mas tal interrogar es también y sobre todo un habla, un diálogo entre sujeto y mundo, lo cual supone siempre, como lo ha señalado la indagación fenomenológica de Heidegger, la experiencia del advenimiento ontológico de los entes en forma de palabra, por cuanto desde esta perspectiva filosófica el lenguaje constituye la casa o templo del ser.
Entre la poesía y la filosofía se establece, de acuerdo con Heidegger, una vecindad vinculadora, mediante la proximidad del decir, donde se patentiza la esencia misma del habla. Tal decir, es un mostrar, es un desocultar (alétheia), expresado por este filósofo como una liberación luminosa-ocultadora, un ofrecimiento o donación de lo que llamamos mundo.

2°.-  La poesía ¿lugar originario de la filosofía? El pensar poético y el pensar filosófico desde  Parménides hasta nuestros días. Visión panorámica.
Julián Marías, en su Historia de la filosofía[i] señala que, contraria a la actitud  mítica del hombre que ve el mundo como un acontecimiento determinado por poderes benignos u hostiles, con los que vive y a los que utiliza o rehuye, la actitud teorética (filosófica) ve el mundo conformado  por cosas que aunque extrañas y enigmáticas no son identificadas con poderes. Surgida en la antigua Grecia hace más de veinticinco  siglos,  la actitud teorética hizo que el hombre se situara no ya como alguno más entre las cosas sino como alguien frente a las cosas y, extrañado de ellas, viéndolas distintas a él, se interrogó por vez primera acerca de lo que es les propio, acerca de lo que ellas son. De ese ámbito, de esa primera comprensión que surge del asombro ante la evidencia de ser el hombre distinto  a las cosas y hallarse frente a ellas  nace la filosofía, como una indagación infatigable sobre su verdad y la verdad del hombre frente a ellas; pues sólo como algo que es las cosas pueden o no ser verdaderas. La forma primigenia de este despertar del hombre a las cosas en su verdad es el asombro y por ello, constituye éste la raíz del filosofar. En consecuencia, lo que define primariamente a la filosofía distanciándola del mito son las preguntas que desde sus inicios en occidente la movilizan: ¿qué es todo esto?, ¿cuál es el principio (arjé) de lo que han sido todas las cosas?
El filósofo español Juan David García Bacca[ii] señala, por su parte, que no es por coincidencia sino por necesidad natural el que la primera obra de metafísica, madre de todas las demás hasta hoy, fuese la obra -escrita, cantada en verso hexámetro- de un poeta. La llamada Metafísica surge en un Poema: el de Parménides. ¿No fue acaso el poeta-filósofo Parménides quien diera nombres fundadores y fundamentales al Ser, Pensar, Identidad? El mismo García Bacca señala que metáfora y metafísica son, el fondo y raíz de una sola función: poner a las cosas más allá (metá) trasladándolas airosamente (forá) de una cosa a otra sin dejar que en ninguna se posen y que en ninguna se prendan.
Por otra parte, como ha indicado Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de filosofía (1983)[iii], la concepción epistemológica dualista de Platón es heredada por él de manera directa de la cosmovisión parmenídia. En efecto, Parménides, hacia el siglo VI a.C., formuló su teoría acerca de lo existencia paralela de dos mundos; a  saber: el  mundo sensible y el mundo inteligible. El primero de estos mundos corresponde al plano fenoménico cuya aprehensión obtenemos por los órganos sensoriales, en tanto que el segundo corresponde al plano del pensamiento,  al plano intelectual cuya aprehensión obtenemos por medio de la razón. Y es de modo preciso sobre la base de la razón que Platón, ensanchando la metafísica de Parménides, funda su teoría de las ideas.
En efecto, el principio metafísico formulado por Perménides, según el cual el ser es  y el no ser no es -denominado posteriormente por los lógicos bajo la nomenclatura de “principio de identidad”-, lleva implícita las cualidades mismas del ser que asumirá Platón para la construcción de su propia metafísica, problematizándolas y ampliándolas. Para Perménides las calidades del ser son: unidad e individualidad: no hay más que un ser único pues si no fuera así el ser no sería, lo cual implicaría un absurdo flagrante; su eternidad: el ser no puede  tener ni principio ni fin por cuanto si tuviese principio o fin antes y/o después de él estaría la nada, el no ser, y admitir esto sería admitir que el no ser, la nada, es, lo cual transgrediría la razón; otra de las cualidades del ser la constituye su inmutabilidad: el ser es inmutable, el cambio implica dejar de ser, es decir, no ser, lo cual también es violentar la razón; asimismo, el ser tiene como cualidad la infinitud: el ser es infinito, ilimitado, no se halla ubicado en ningún lugar pues si  se hallase  en alguna parte ello implicaría que hay algo aún más extenso y, en consecuencia, tendría límites y por ello dejaría ser lo que es, pues más allá del límite habría el no ser; la nada; la última de las cualidades del ser parmenídeo es su inmovilidad: el ser no se desplaza de un lugar a otro, no deja de estar aquí para colocarse allá o acullá, pues si así fuera habría algo más extenso, más amplio que él, por lo tanto dejaría de ser.
Retomando la teoría de los mundos de Parménides, podemos observar que el mundo sensible resulta incomprensible para la razón, por cuanto constituye el ámbito propio de las apariencias, de lo que parece ser y no es. Por lo tanto, se trata de un mundo no verdadero, inauténtico, falaz. Sus cualidades se ofrecen contrarias a la razón; es decir, se muestran contrarias al principio según el cual el ser es y el no ser no es, pues se trata de un mundo en el que predominan la pluralidad, la temporalidad, la mutabilidad, la limitación y el movimiento, todo lo cual resulta ininteligible para el pensamiento metafísico.
Por el contrario, el mundo inteligible por obedecer a los dictados del pensamiento resulta verdadero, auténtico, sin contradicciones. Conocerlo implica necesariamente conocer la realidad del ser, cuyas cualidades ya han sido señaladas. Asimismo, Parménides sienta las bases de la metafísica occidental (de la filosofía) al establecer su fundamento en la sentencia que expresa la identidad entre ser y pensar: “una y la misma cosa es ser que pensar”.
Platón, por su parte, asume en su filosofía estas concepciones de Parménides, fundiéndolas con el aporte conceptual legado por Sócrates en la construcción de su teoría de las ideas. En efecto, así como Sócrates aplicaba a los asuntos éticos el método de  los geómetras, quienes reducen las múltiples formas sensibles, visibles, de los objetos a un repertorio pequeño de formas elementales denominadas figuras (polígonos, triángulos, cuadrados, cuadriláteros, círculos, elipses),  en consecuencia descubrió que los propósitos, las acciones, los diversos modos de conducta, las múltiples relaciones del hombre podían ser comprendidas (conceptualizadas) en un repertorio al que conocemos como las virtudes (la justicia, la moderación, la templanza, la valentía, el amor, entre otros) y sus contrarios, los vicios, para dar razón de ellos, decir lo que son; es decir dar con la forma racional, lógica, coherente que determina tales virtudes y a sus contrarios (los vicios). Así, lo que el geómetra expresa de una figura como el triangulo, por ejemplo, para dar cuenta de él, para definirlo, es el “lógos” del triangulo, es decir la razón de ser triangulo; asimismo Sócrates solicita a los atenienses que le den el lógos de la justicia, el lógos de la amistad, el lógos de la valentía…, y este lógos es lo que hoy conocemos como concepto[iv]. (Véase: García Morente en Ob. Cit., pág. 35)
Platón, no conforme con la aplicación  del método geométrico a las acciones morales de los hombres lo extiende a los objetos en general. Amplifica, podríamos decir, su radio de acción, al ente en general, con lo que cimienta las bases  de su ontología, conocida como la teoría de las ideas, aplicando dicho método como instrumento intelectual a la teoría de los mundos formulada por Parménides.
En el Ión, considerado por algunos comentaristas como un dialogo apócrifo, Platón, en la etapa juvenil de su pensamiento, concebía la poesía como una suerte de inspiración divina, como un entusiasmo, como una suerte de delirio que el poeta recibe directamente de las deidades. Los poetas son, entonces, aquellos seres de quienes como medio se valen los dioses para manifestar con belleza su voluntad a los hombres. Por ello, se constituyen, para las divinidades, en simples instrumentos ciegos desprovistos de tecné, y sin episteme, sujetos tan sólo a la donación divina, al dictado que el entusiasmo y el delirio les otorga empujándolos irremisiblemente a sus transportes poéticos. En este dialogo Platón muestra a los poetas como una variedad de los adivinos, quienes componen sus hermosos versos poseídos por los dioses, y por esto desprovistos de conocimientos, ignorantes de lo que hacen, privados de su propia voluntad y albedrío, en suma, enajenados. En consecuencia, por hallarse  desprovistos de la razón y sin arte ni ciencia alguna,  por estar bajo el imperio absoluto de los dioses, el poeta, torpe de por sí, no está en capacidad de desentrañar lo que los dioses manifiestan a los hombres mediante la poesía, pues tal trabajo compete sólo a la labor del filósofo, por cuanto éste es el único que, fundado en un conocimiento verdadero, se halla en condiciones de juzgar las palabras de los dioses y las obras de los hombres[v]. (Véase Ión en Diálogos 1, Trad.: Juan B. Vergara. Madrid: Ediciones Ibericas, 6ta Ed., s.f., pag. 330 y sigs).
[...] cosa ligera, alada, sagrada, es ser poeta –escribe Platón-; y ninguno está en disposición de crear antes de haber sido inspirado por un dios, de estar fuera de sí y de no contar ya con su razón, pues mientras conserve esta facultad todo ser humano es incapaz de poetizar y de proferir oráculos. En consecuencia, como no es en virtud de un arte por lo que se manifiestan poetas, diciendo tan hermosísimas cosas de aquello de que se ocupan... sino gracias  a un privilegio divino, cada uno de ellos es incapaz de componer con éxito  fuera del género hacia el que lo empuja la Musa. He aquí por qué uno sobresale en los ditirambos; otro, en las églogas; tal en los hiporquemas; aquel, en la epopeya, y éste, en los yámbicos, siendo, en los demás géneros, mediocre. Y es que, como digo y repito, no hacen lo que hacen en virtud de un arte sino en virtud de un privilegio divino; pues, de poder hablar bien, en virtud de un arte, sobre un tema cualquiera lo mismo podrían hacer en los demás. Por otra parte, si la divinidad se apodera de su razón al tomarlos por sus ministros, cual hace con los profetas y con los adivinos cuando les inspira, es para enseñarnos a nosotros, los que escuchamos, que no son ellos quienes dicen cosas tan maravillosas – ya que están fuera de su razón - , sino la divinidad misma, que habla por su mediación para hacerse oír de nosotros [...][vi] (Ob.cit. pag 341.)
Ahora bien, retomando la teoría de las ideas,  esta consiste en dar razón, en dar cuenta de lo que las cosas son, en definir sus características, en enseñar sus propiedades constitutivas, en indicar y definir su esencia. Para Platón es el mundo inteligible de las ideas lo único que tiene existencia real y efectiva, en tanto que los fenómenos del mundo sensible son meras apariencias, simulacros, copias degradas de aquellas.
El mito de la caverna es, quizá, el relato que explica de la manera más didáctica la doctrina Platónica del eidos. Como claramente lo ha indicado Rafael Luciani[vii], no existe para Platón un topos histórico real por cuanto la historia es ese lugar de las apariencias que tiende hacia su plena realización en otro mundo diferente, al que se remite e intenta alcanzar de manera u-tópica; de allí que el  mundo real, verdadero, es el  mundo de las ideas. En el Libro VII de la República, Platón deja sentada esta doctrina de los dos mundos. La caverna viene a ser entonces la alegoría de la experiencia humana en la historia que engaña al producir a su alrededor un mundo de sombras, impidiéndole al hombre ver la luz verdadera. La única forma en que el hombre puede alcanzar su ser verdadero y abandonar el aparente es saliendo de la caverna. Hecho esto es como el ser humano podrá ver la esencia (el eidos), pues esta quedará develada ante sus ojos como la realidad fundante de todo lo que es[viii].
Resulta obvio que como la poesía participa de la experiencia humana concretada en la historia, Platón no podía menos que condenarla al exilio: a esa vida azarosa y al margen de la ley, a ese su andar errabundo y extraviado a ratos, a su locura creciente, a su maldición, según nos lo da a entender María Zambrano. La concepción epistemológica de Platón sostiene que el mundo inteligible de las ideas, es el único real y verdadero, en tanto que el mundo sensible, fenoménico, lo es de las apariencias, de lo múltiple, de lo diverso en lo singular; este mundo sensible no es más que un objeto de la opinión (doxa). Entonces, si la poesía es una mimesis de este mundo, una copia o simulacro de las cosas de este mundo, su valor para la educación de los ciudadanos de su república ideal resulta nulo. En consecuencia, Platón acusó a los poetas de no ser guías de la educación, de ser corruptos, impíos, mentirosos, posesos, alucinados, forjadores de vanas imágenes, farsantes, charlatanes, embaucadores, tocándole a Homero ser el primero de los poetas que condena al exilio de su república ideal.
No obstante, pese a lo indicado en el párrafo anterior, conviene señalar aquí que Platón, habiendo reconocido la procedencia  racional  de su repudio contra la poesía y su hechizo, instó a sus sucesores a justificar la necesidad de la presencia de esta en una ciudad bien regida. En el Libro X de la República Platón invita a los amigos de la poesía a esgrimir razones en su favor:
[...] Si la poesía placentera y mimética tuviese alguna razón que alegar sobre la necesidad de su presencia en una ciudad bien regida -escribe Platón- la admitiríamos de grado, porque nos damos cuenta del hechizo que ejerce sobre nosotros; pero no es lícito que hagamos traición a lo que se nos muestra como verdad. Porque, ¿no te sientes tú también, amigo mío, hechizado por ella, sobre todo cuando la percibes a través de Homero?
- En gran manera.
-¿Y será justo dejarla volver una vez que se haya justificado en una canción o en cualquier otra clase de versos?
-Enteramente justo.
-Y daremos también a sus defensores, no ya poetas, sino amigos de la poesía, la posibilidad de razonar en su favor fuera de metro y sostener que no sólo es agradable, sino útil para los regímenes políticos y la vida humana. Pues ganaríamos, en efecto, conque apareciese que no sólo es agradable sino provechosa [...]7

Las artes miméticas o imitativas comprenden la pintura, escultura, música, danza, poesía, drama, y a estas, Platón, en la República, las califica de obras-fantasma, vanas imágenes, y llama al poeta imitador de apariencias. Así vitupera el filósofo a los poetas, añadiendo que,
La poesía imitativa (comedia, tragedia) nos hace viciosos y desgraciados a causa de la fuerza que da a las pasiones sobre nuestra alma, que gracias a ella se desbordan en lugar de mantenerse a raya y en completa dependencia, para asegurar nuestra virtud y nuestra felicidad.[ix] (La República. Libro X )
Por su parte, Aristóteles en su Poética (XVII 1455 a 30)  había señalado que la poesía es propia de bien dotados o de locos. Ahora bien, si nos atenemos al señalamiento de Aristóteles sobre el talante de la poesía, esta se halla determinada por lo que puede llegar a ser posible y necesario; es decir, aquello que puede llegar a acontecer en el ámbito de la realidad. De allí que “la poesía es más filosófica y más noble que la historia, puesto que es más universal”[x]. Así, lo que adviene en lo real es lo posible pues no acontecería aquello que no fuera posible.
Poetizar sería, de acuerdo con Aristóteles, una forma de mimesis, por cuanto las cosas acontecidas  son de tal modo que pueden estar en el orden de los sucesos probables o posibles y, según ello, el poeta se constituye en poeta de esas mismas cosas. Lo posible o probable difiere, entonces, de lo azaroso y lo insospechable, de lo improbable, fortuito o accidental, por cuanto lo posible obedece, en rigor, a un designio ineluctable. Tal designio establece de modo imperativo, el orden de los acontecimientos y determina su necesidad. Por ello en la poíesis todas las cosas advienen, acontecen, obedeciendo, con fidelidad, las pautas dictaminadas por ese designio inexorable, en el cual tienen su causa incipiente, su despliegue y su telos definitivo. Según esto, los conceptos de causa y finalidad constituyen los cimientos de la poíesis auténtica, entendida ésta en el sentido aristotélico de la Poética, pues causalidad y finalidad le otorgan sentido, coherencia, pertinencia, integralidad, en suma, orden y jerarquía a la unidad de la mimesis; es decir, al conjunto de las acciones acaecidas en la representación.
 La Poética de Aristóteles funda la tradición crítica literaria en Occidente, al erigirse como poética de la tragedia, como forma dramática que alcanzó un alto desarrollo en la antigua Grecia. La Poética de Aristóteles analiza y prescribe los procedimientos de la composición de obras trágicas destinadas a su representación teatral (dramática) En ella el estagirita descarta los hechos adventicios y azarosos, acontecidos sin causa aparente, a favor de los sucesos ocurridos bajo el dictamen inapelable de un destino generador y propulsor, y cuya motivación resulta evidenciada en el desarrollo de la trama de esos mismos acontecimientos. Se trata,  sobre todo, de una poética de lo potencial subyacente en lo real, por cuanto la representación (mimesis) pone en evidencia la destinación latente que dinamiza y energiza las acciones en la concretud e inmanencia de su acaecer. Así, la obra poética, el poetizar de los poetas, no es más sino la representación (mimesis) de lo acontecido, lo que acontece o lo que pueda acontecer. En tal sentido Aristóteles señala que:
[...] El poeta es poeta por la mimesis, y son acciones lo que mimetiza. Y si compone lo que ha sucedido, no es por eso menos poeta; pues nada evita que algunas cosas sucedidas sean de tal tipo que puedan  estar en el orden de los sucesos probables y posibles, y según esto es que es poeta de estas cosas.
[...]
La mimesis no sólo es de una acción completa, sino también de lo que despierta compasión y terror, y esto surge más y con mayor medida cuando se suceden unas a otras contrario a lo esperado; pues entonces causarían más y mayor asombro que si sucedieran  automáticamente y por azar; ya que los hechos azarosos nos parecen más asombrosos si se hubieren manifestado como por designio [...][xi].

Por otra parte, el destino podría ser entendido como una suerte de fuerza vectorial intrínseca e inteligente que propende o impulsa y da sentido y finalidad  a la acción y, esta, pudiera ser entendida como la forma extrínseca en que se patentiza o dimana aquella fuerza vectorial intrínseca o inmanente. El destino, visto en la perspectiva del contexto sociorreligioso aristotélico, abarca como una totalidad onto- teológica, gnoseológica y teleológica (metafísica) al ser en tanto que la estructura de este comprende en su configuración la sustancialidad, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, acción (praxis), pasión (pathos), posición, estado, forma, materia, acto, potencia, necesidad y contingencia; así como causa material, formal, eficiente y final. Según esto, el destino sería asimismo una especie de demiurgo o artífice quien, fuera del tiempo sucesivo, es decir, desde la eternidad, realiza con inteligencia su obra. Por ello, el poeta como artífice, técnico, artesano o constructor de la mimesis. mimetiza asimismo al destino, es decir, destinado como demiurgo, también él destina en y por la representación que construye con inteligibilidad, es decir, poniendo en juego la razón, aun cuando la “materia” de su obra sean los temas míticos y su “substancia” los caracteres (ethos),  pasiones (pathos) y acciones humanas (praxis), a los que da forma sistemática, cohesión, coherencia, sentido y finalidad.
Si bien la Poética de Aristóteles tiene como objeto de reflexión a la tragedia, no es menos cierto que sus consideraciones hoy se han hecho extensivas en su aplicación a otros géneros literarios y artísticos distintos a las artes escénicas (mitos, leyendas, fábulas, cuentos, narraciones de toda índole, filmes, comics, videojuegos).
            La finalidad, función, objetivo o intención de la Poética de Aristóteles, se presume, era servir de base para las enseñanzas de sus discípulos del Liceo en Atenas, acerca de la estructura de los tres géneros literarios mayores cultivados por los poetas griegos, a saber: la tragedia, la épica y la comedia. El volumen de la Poética correspondiente a la comedia, por su pérdida o destrucción, no ha llegado hasta nosotros, sólo tenemos noticias del mismo por algunos fragmentos de Proclo y Jámbico, sin obviar las referencias que el propio Aristóteles hace en la Poética y en otros tratados (Reth. I, 11, 137,1 b 33, 3, 18, 14, 19, b2,; Pol. 8,7,1341b32). Quizás el resumen que contiene el polémico Tractatus Coeslineanus elaborado por un escriba anónimo, probablemente en el siglo X d.C, haga referencia al libro perdido de Aristóteles. No obstante, a pesar de que en 1984 el filólogo Richard Janko afirmara que el Tractatus contenía la sinopsis de aquel libro, todavía hoy ha sido imposible comprobar la certidumbre irrecusable de tal afirmación. Otros documentos similares no aportan más ni menos que el Tractatus a  la discusión sobre este libro legendario del filósofo griego.[xii] (Nota)
En la Poética de Aristóteles el objeto de la poesía no es el ser sino el poder ser, según señala Cappeletti en la nota escrita por él al final de su traducción y estudio de la mencionada obra del estagirita. Señala, asimismo, que si definiéramos la filosofía (con Wolff) como la ciencia de los posibles en cuanto tales, deberíamos decir que filosofía y poesía coinciden en su objeto material. Pero lo posible es aquí para Aristóteles, tanto lo que no existe pero va a existir ciertamente, como lo que no existe pero cuya existencia futura es más segura que su no existencia. Excluye así de la poesía lo lógica o metafísicamente posible si es históricamente improbable o psicológicamente inverosímil.
Esto no impide que la poesía esté más cerca de la filosofía que la historia, pues su objeto se acerca más al de aquella. La historia trata sólo de lo que es o fue, la poesía de lo que probable o necesariamente fue o ha de ser; la filosofía de lo que puede ser.  El objeto de la filosofía es más extenso y engloba al de la poesía, así como esta engloba al de la historia. Además, la poesía trata de lo universal como la filosofía, al contrario de la historia, que se refiere sólo a lo particular y a lo individual. Es claro que la estética contemporánea contradice a veces la interpretación aristotélica de la poesía como momento universal del espíritu y la considera precisamente como comprensión intuitiva de lo singular. Por otra parte, no pocos filósofos rechazan, a partir del siglo dieciocho, la concepción de la historia como relatos de hechos singulares. Aristóteles y con él Santo Tomas y los tomistas, niegan el carácter científico de la historia en cuanto esta no trata de lo universal sino de lo particular, ni de lo necesario sino de lo contingente. La filosofía analítica niega cualquier diferencia sustancial entre ciencias naturales y ciencias sociales y, en ciertos casos, sostiene que la historia es una ciencia y que los hechos históricos, como los físicos, pueden deducirse de leyes generales[xiii]. (Cfr.: Ángel Cappeletti nota N° 170 a la Poética de Aristóteles, Caracas: Monte Ávila, 1990. pag 68).
El concepto de imitación (mimesis) artística se hace mucho más amplio en Aristóteles, respecto al de Platón. Es cierto que se trata también de imitación de la naturaleza. Pero dentro de la naturaleza hay un objeto privilegiado que es el hombre, cuya vida y actividad representa especialmente la poesía. Cualquiera sean los objetos que el arte imite, especialmente si se imita seres humanos, tal imitación no se refiere sólo a la figura exterior sino, sobre todo, a su forma interior; esto es, a su esencia y su naturaleza. En este sentido, no se trata ya de una mera imitación de cosas sensibles, las cuales son siempre singulares, sino de realidades inteligibles que son universales.    La actividad artística, por su parte, puede imitar, según el estagirita, no sólo las cosas como de hecho son sino también peores o mejores de lo que son (Poética: 1448a 1- 4). Es privilegio del artista deformar o idealizar sus modelos, degradarlos o sublimarlos. La única condición y el único límite es la verosimilitud. La imitación, como se ve, no excluye la creación[xiv] (Cappelletti, Ob. Cit.: pág. XII).
         Será el pensador Pseudo Longino.[xv] (Citado por Angel J. Cappelletti, en: Estética y crítica literaria en el Pseudo-Longino, Rev. Ideas y Valores, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Número 76-77, 1988, p.20) entre los antiguos, el único que concatena, relaciona y dialectiza la literatura y la filosofía. Tal como lo señala Julio César Goyes Narváez (2002) Longino, en su tratado Sobre Lo Sublime (I. d.C.),  caracteriza este estilo como "cierta elevación y magnificencia en el lenguaje, y no de otra parte obtienen su celebridad y logran vestirse con perdurable gloria los más grandes poetas y escritores"[xvi] (Véase: http:// www. ucm.es/).
         Longino localiza el origen menos en la técnica discusiva y más en la concepción misma de los pensamientos elevados. Estilo sublime y pensamientos elevados quedan así unidos. Longino no le atribuye este arrebato sublime a los dioses sino a la naturaleza misma del poeta, a su talento innato, a lo que él denomina como "pasión y entusiasmo". Sin embargo, requieren de disciplina para su impulso, de lo contrario pueden ser peligrosos. Por otra parte, el esteta griego observa que si bien filósofos, historiadores y poetas comparten los mismos niveles del conocimiento, deja claro que los primeros alcanzan lo sublime sólo en la medida en que se acercan a lo poético. De allí que la grandeza de Platón, su lenguaje elevado y grave, se pueda comprender por la influencia de Homero. Tal vez por esto podemos adivinar su implacable y tortuosa lucha interna, pues como dice María Zambrano, la mayor de estas luchas, "es la de haberse decidido por la filosofía quien parecía haber nacido para la poesía. Y tan es así, que en cada diálogo pasa siquiera rozándola"[xvii].
         De la explicación mítica de Platón pasamos con Longino a la teoría antropológica, puesto que es la cualidad humana de la "pasión" la que explica la diferencia entre el modo de producción de la verdad, tanto en los poetas como en los filósofos. El don del los poetas es divino pero en el sentido de un don que la naturaleza les ha dado para que cultiven con disciplina. De modo que la vía del conocimiento de los poetas obedece tanto a la pasión como al talento, es decir que poseen una fuerza racional en lo que dicen, pero en cómo lo dicen, están impulsados por lo ilógico e irracional. Esto sería lo sublime: pensamiento y entusiasmo.
Cuando un hombre sensato y versado en la literatura oye algo repetidamente y su alma no es transportada hacia pensamientos elevados, ni al volver a reflexionar sobre ello tampoco queda en su espíritu más que meras palabras, que, si las examinas cuidadosamente, se convierten en algo insignificante, entonces se puede decir con toda seguridad que no es algo verdaderamente sublime...Pues, en realidad, es grande sólo aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún imposible, toda oposición, y su recuerdo es duradero e indeleble[xviii] (Ob. Cit. pág 18).
         Longino deja claro que la sola imagen espontánea y vacía, no puede constituir lo sublime; requiere entonces, establecer una tensión entre la retórica y la filosofía. Como en Longino, Kant (S. XVIII) observa que el poeta piensa, pero lo hace de una forma diferente. Si el filósofo trabaja con ideas, el poeta lo hace con imágenes, con un lenguaje figurado. Kant, además precisará que la poesía auténtica, siempre dará que pensar.
2.1.-Elocución poética vs elocución discursiva.
La elocución poética frente a la elocución discursiva ofrece, desde la perspectiva de la lógica, una visión aporética, por cuanto el lenguaje poético resulta incomprensible para la razón excluyente. Desde Aristóteles ha sido tema de la lógica la elocución asertiva, el discurso declarativo o apofántico. En la lógica aristotélica se hallan los fundamentos de toda lógica posterior. La lógica se ha erigido en el fundamento de toda ciencia y de su certitud. Hoy conocemos cuatro principios que fundamentan la elocución discursiva. Tales son: 1º.- el principio de identidad, según el cual cada cosa es en sí misma lo mismo para sí misma (representado con la ecuación matemática A = A  o con la mismidad ontológica A es A); 2º.- el principio de contradicción, el cual expresa que dos juicios contradictorios entre sí no pueden ser verdaderos los dos (es imposible que A sea B y no sea B); 3º.- el principio del tercero excluido, cuya sentencia dictamina que dos juicios contradictorios entre sí no pueden ser falsos los dos (no se puede negar que A es y A no es); 4º.- el principio (leibniziano) de razón suficiente que señala: Todo lo que es, es por alguna razón que le hace ser como es y no de otra manera. Nada se da aislado. Nada es sin fundamento. Nada acontece sin causa. Seguidamente examinaremos en forma somera cómo desde el siglo XVIII se han venido problematizando esta disyuntiva entre poesía y filosofía.
2.2.- Bosquejo esquemático de la relación filosofía-poesía desde el siglo XVIII hasta nuestros días.
         La estética de los siglos XVIII y XIX retomó los planteamientos de Pseudo Longino y redefinió las fronteras entre filosofía y literatura. Una de las obras capitales de esa época, es justamente la Crítica del Juicio de Immanuel Kant y los incontables manifiestos y tratados que produjo el romanticismo poético. Son los tiempos en que se funda la autonomía de la estética, diferenciando los ámbitos de la belleza, del conocimiento y de la ética. El placer estético vale por sí mismo y no requiere de ninguna justificación externa; esta será una de las máximas ideas. Kant estableció la existencia de la facultad humana de juzgar y la denominó "juicio de gusto" o "juicio estético"; es decir, capacidad de juzgar lo bello por el sentimiento de satisfacción o descontento que provoca en el sujeto, sin apoyarse en la moral ni en las leyes del conocimiento. Este juzgar es desinteresado y no ejerce intencionalidad alguna sobre el objeto en cuestión. Kant piensa que cuando se pregunta por la belleza de algo o un objeto, no se trata de valorar la existencia de ese algo o ese objeto, sino sólo aquello que toca a la satisfacción que su "representación" produce.
Kant establece una diferencia importante entre la belleza libre (el arte) y la adherente o dependiente (la belleza humana, un paisaje, animal o monumento, entre otros.). Al respecto escribe:
Para juzgar una belleza de la naturaleza como tal no necesito tener con anterioridad un concepto de la clase de cosa que el objeto deba ser, es decir, no necesito conocer la finalidad material (el fin), sino que la mera forma, sin conocimiento del fin, place por sí misma en el juicio. Pero cuando el objeto es dado como un producto del arte, y como tal debe ser declarado bello, debe entonces, ante todo, ponerse a su base un concepto de lo que deba ser la cosa, porque el arte siempre presupone un fin en la causa (y en la causalidad) y como la concordancia mutua de lo diverso en una cosa, con una determinación interior de ella como fin, es la perfección de la cosa, deberá tenerse en cuenta en el juicio de la belleza artística también la perfección de la cosa, la cual no es cuestión en el juicio de una belleza natural (como tal)[xix]. (Véase: Crítica del jucio)
La belleza artística no puede ser juzgada únicamente por el puro juicio estético o de gusto. Este tipo de juicio es "lógicamente condicionado", en la medida en que tiene que atender al concepto de que la cosa deba ser y no sólo a la satisfacción que su contemplación produce. Se enlazan así "la satisfacción estética con la intelectual". De manera tal que las obras de arte no son meros juegos de sensaciones que deban ser juzgados por el puro juicio estético o juicio de gusto, sino que también se debe usar la razón, reflexionando sobre la perfección de la obra en relación con su finalidad. Kant arma así una dinámica que hace que las bellezas artísticas necesiten de algo más que un concepto previo acerca de su finalidad, porque necesitan de "genio" tanto a la hora de la producción como a la hora de la recepción; es decir a la hora de su juzgamiento. Ni puro concepto ni mera sensación. Pero, si no es lo uno ni lo otro, ¿qué ata al juicio artístico?; Kant propone que es la imaginación. La poesía se caracteriza por la "abundancia de pensamientos" y de "representaciones", pues ella pone la imaginación en libertad elevándose estéticamente hasta las ideas. Por esta razón, Kant considera a la poesía como la más bella de las bellas artes, como la más superior de todas. Este vínculo entre poesía y pensamiento será refrendado por Hegel que, en principio, establece una diferenciación entre la imaginación ordinaria y la creadora. La primera "descansa más bien en el recuerdo de circunstancias vividas, de experiencias sin ser creadora propiamente hablando. El recuerdo conserva y hace vivir los detalles y el lado exterior de los acontecimientos, con todas las circunstancias que lo han acompañado, sin resaltar el lado general". La segunda que es donde ubica a la poesía, es "la imaginación creadora de arte, o fantasía, es la de un gran espíritu y una gran alma, la que capta y engendra representaciones y formas con las que da una expresión y figura sensible y precisa a los intereses humanos más profundos y más generales”[xx]. (Nota) El hecho de que Hegel observe un diálogo entre poesía y pensamiento no quiere decir que las identifique, como no lo hizo Longino ni tampoco Kant. La poesía es fruto de la capacidad de pensar, pero de una capacidad específica que es la imaginación. No obstante, la imaginación no es locura o privación de la razón, ni tampoco pasión como en Longino, sino pensamiento mismo, vía de acceso al conocimiento. Por eso Hegel concluirá que la filosofía piensa en conceptos y la imaginación poética en intuiciones o "ideas estéticas". De suerte que la famosa diferencia propuesta por Platón del delirio o de la imitación en Aristóteles, se salva porque tanto la poesía como la filosofía piensan y conocen, cada una a su manera, y mediante medios diferentes.
         Las limitaciones no las tiene la poesía sino la filosofía, puesto que esta última no puede excederse de la experiencia sensible; la poesía, en cambio crea una realidad nueva, "otra naturaleza". Cuando la razón ancla, por así decirlo, en la experiencia concreta, la imaginación poética transciende esa realidad, la transforma en algo distinto que supera esa naturaleza.
         Quedan esbozados así los senderos más relevantes de la querella entre poesía y filosofía. Los pensadores, estetas y humanistas contemporáneos, le han dedicado estudios especiales a esta disputa. Después de Nietzsche la filosofía sistemática se volvió poética y narrativa. Cada día comprendemos más las invasiones que en una y otra suceden. Para María Zambrano, por ejemplo, la filosofía es una búsqueda guiada por un método, de allí su querer ser, su historia universal; en cambio la poesía es un encuentro con el hombre concreto, individual, por eso es hallazgo, don, gracia. Por su parte, Diego Romero de Solis anota que "el mundo más real, por ser el más espiritual de todos los mundos posibles, es el de la imaginación creadora, que no es tarea sólo de la poesía, de la literatura o del arte, sino también, acaso hoy más que nunca (porque el horror y el miedo crecen como incendios de la nada), de la filosofía (una filosofía que no sea sistemática, que intuya un humanismo trágico y postule una estética del sueño)" [xxi](Nota).
         Esta filosofía antisistemática o literatura reflexiva es la que es englobada por la imaginación poética. La contemporaneidad no puede seguir dividida entre concepto y metáfora, no puede seguir al margen de la sensibilidad y la emoción que producen los poemas y las narrativas. En la base del pensamiento de Richard Rorty, uno de los pensadores más actuales, están las narrativas que como argumentación él utiliza, y con los cuales intenta sanar la grieta entre estudios filosóficos y literarios. Para este pensador el ejercicio de la escritura narrativa y poética cumple con un papel definitivo "en la cultura democrática liberal, así como en el rechazo contundente de las prácticas inaceptables y deshumanizadoras manifestadas en el recurso a la crueldad o la humillación”[xxii](nota). Rorty en vez de apegarse a planteamientos lógicos es argumentativo, retórico y persuasivo, intentando hacer una defensa pluralista y dialógica, donde la divergencia de puntos de vista y opiniones tengan sus sitios de encuentro. La utilización de la metáfora, la forma como evita hacer afirmaciones literales explícitas, la repetida alusión a imágenes lúcidas en lugar de argumentos teóricos, y sobre todo, el desarrollo de interpretaciones globales, contrapuestas a los análisis críticos y rigurosos del pensamiento de los filósofos que él estudia, hace que tanto la escritura como el pensamiento que despliega sea dialógico, creativo y crítico.
Derrida es otro de los pensadores contemporáneos que asume la defensa del discurrir de la verdad en la literatura; no obstante, según Rorty, el francés se ubica para su defensa demasiado del lado del discurso de la filosofía. Frente a esto, Rorty observa que si bien es cierto que la praxis de la deconstrucción propuesta por Derrida para interpretar los textos, borra de cierta manera las fronteras entre filosofía y literatura, perpetúa, sin embargo, el dominio fundamental del discurso filosófico al utilizar los mismos instrumentos de la razón. Con este proceder tanto Nietzsche, Heidegger, Gadamer, Derrida, Blanchot y el propio Rorty, entre otros pensadores actuales, se ubican en un campo denominado filosofía periférica o de frontera.
La novela moderna, por ejemplo, es el género más asimilado dentro de la práctica periférica de la filosofía contemporánea, tal vez por el hecho de que en la modernidad ya no están vigentes los grandes sistemas de pensamiento, sino que hoy se descubre la verdad fragmentariamente encarnada en obras narrativas y poéticas. Tal vez por esto, Ernesto Sábato dijo que la novela moderna, al haber "adquirido dignidad filosófica y cognoscitiva, es el método de indagación más sutil que poseemos". Qué decir de obras como las de Goethe, Schiller, Hölderlin, Novalis para el caso del romanticismo; o de Baudelaire con el simbolismo y Rimbaud con el surrealismo; o El Quijote donde se instaura el subjetivismo moderno y al función trascendental de la perspectiva del pensamiento a partir de la narrativa; o Balzac donde Engels descubrió las claves del socialismo, lo mismo en Dostoyewski y Kafka, más tarde Kundera con respecto al existencialismo y la degradación de los valores; o en James Joyce en lo referente a la revolución lingüística; o en Pessoa donde la filosofía lógico-científica queda sobreseída por la potencia y clarividencia del poetizar filosófico o de la meditación esencial… Porque como escribe Antonio Blanch:
La verdad que pretende desvelar el espíritu creativo del esteta no es la verdad abstracta sino la más concreta y singular de las cosas que está contemplando o de las experiencias que está viviendo. Una verdad que, además, es aprehendida en todo su esplendor, gracias a que el artista, en su fundamental tarea contemplativa, se entrega a ella desde la integridad de su persona, poniendo a contribución de esta experiencia su mundo afectivo e imaginario, junto a la más fina e intensa percepción que le procuran los sentidos. Por ello las formas lingüísticas con que intenta luego representar este acontecimiento son casi siempre modificaciones retóricas del lenguaje común, vitalmente intensas, más que conceptualmente precisas, muy imaginativas también y casi siempre metafóricas[xxiii].(Nota)
De suerte que la metáfora y el concepto son dos formas distintas de percibir la realidad, pero la ventaja de la primera reside en que la metáfora permite dar el salto hacia un más allá que el concepto no puede. El discurso filosófico cuando es lúcido y humanista, se sirve de las imágenes poéticas, pues sabe e intuye como el viejo Platón que el sólo concepto no podrá jamás atrapar verdad absoluta alguna.
Por otra parte, desde su óptica particular como historiador de la crítica literaria moderna, René Wellek ha destacado el rol fundamental que ésta vino a desempeñar en la historia de la cultura occidental desde mediados del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX. Respecto a esta última media centuria observó un resurgimiento de los principios neoclásicos, aun en la crítica anglosajona y norteamericana de carácter no académico. El poeta inglés T. S. Eliot, en su labor de crítico, subrayó el carácter impersonal y objetivo del poeta, concediéndole una función determinante al entendimiento en el proceso creador, sustentado en la creencia según la cual la poesía debe estar tan bien escrita como la prosa. Y en cuanto a su ideal de lo que la crítica debiera ser, Eliot propugna su preferencia por el análisis, en contra del impresionismo y la apreciación asociada con las actitudes románticas bajo el imperio del subjetivismo y la logografía[xxiv]. (Véase: Historia de la crítica moderna (1750 – 1950), Vol.: I. Madrid: Gredos, Dir. Dámaso Alonso, Trad. J. C. Cagol de Bethencourt, 1989, págs. 11 y sigs.).
  Del renacimiento al neoclasicismo, desde dos posiciones casi contrapuestas, la una mítica y la otra utópica, podía defenderse la idealización artística. La teológica sentaba la decadencia de la naturaleza y entendía que la función del arte era restaurar los estragos sobrevenidos a la naturaleza humana, en su caída, mediante la restauración del orden; la tendencia opuesta nacía de la fe naturalista en el poder creador del hombre para forjar otro mundo mejor, a semejanza y casi en emulación de la creación divina. La mimesis, del renacimiento al neoclasicismo,  se entendió, en primera instancia, como imitación realista de la naturaleza, como reproducción o duplicación literal, y aun ilusoria en la obra del artista. En segunda instancia, la mimesis fue concebida como verosimilitud, basada en la distinción hecha por Aristóteles sobre los órdenes de la acción en la tragedia: lo real, lo posible y lo verosímil, sosteniendo que lo imposible verosímil es preferible poéticamente a lo posible verosímil, privilegiando, con excepciones muy notables, el uso de la verosimilitud reducida en el arte a la realidad cotidiana, aunque este término, ya desde Aristóteles, justificaba la ficción frente a la realidad. No obstante, era mucho más frecuente entender la naturaleza en un sentido más bien general (universal), es decir, regida por principios y leyes, por un orden y jerarquía propios (mathesis universalis). De acuerdo con esta concepción (iusnaturalista) es lo típico lo que caracteriza a la especie humana en todo tiempo y en todo lugar, y a la naturaleza humana en cuanto se halla libre de los condicionamientos exclusivamente locales y accidentales, lo que cobra interés estético. Y en sentido negativo, ello implicaba la exclusión de lo puramente concreto, local e individual. Derivación consecuente de tal concepción es la doctrina del decoro o propiedad, entendidos como “lo apropiado y decoroso” que debe mostrarse en la escritura. Según esto era indecoroso e inapropiado mostrar lo horrible, lo abyecto, lo feo o lo mezquino, la crueldad y la violencia. La naturaleza universal del arte formaba parte del sistema global de la naturaleza que admitía leyes naturales , derechos naturales, una teología natural, un sistema del orden cósmico y una psicología humana de índole esencialmente estoica en sus preceptos prácticos. Sensatez, mesura, orden, equilibrio, armonía, eufonía, euritmia, unidad en la variedad, deber ser, entre otros, son los conceptos que se infieren de estas concepciones filosóficas del arte renacentista al neoclásico[xxv] (Wellek, Ob. Cit., págs. 26 y sigs.)
Por otra parte, los anhelos de alcanzar lo universal y lo típico, fácilmente se convirtieron en el anhelo de idealizar. Naturaleza podía también significar naturaleza ideal, naturaleza como deber ser, medida con normas morales y estéticas. El arte y la poesía debían mostrar a la naturaleza en toda su hermosura, lo cual suponía, además de una selección de la naturaleza, realzarla y perfeccionarla[xxvi] (Id. Págs. 27 y sig.). Al idealizar el hombre impone su propio ideal de lo bello y, por ende, ya no imita de verdad [xxvii](Id. Pág. 29). La idealización significaba asimismo una referencia a la visión interior del artista (o del poeta), concepción esta de antiguas raíces neoplatónicas[xxviii] (Ibid.)
De manera específica, a la lírica no la consideraron los antiguos (Aristóteles, Horacio) como género diferenciado, sino que trataban con independencia sus varias formas: la oda, la elegía, la sátira, el epitalamio, entre otras. Hasta el siglo XVIII el arte poético fue considerado como un vehículo de interacción moral, al propio tiempo que de debate; sin embargo, es en este siglo donde se deslindan las diferencias entre lo bello, lo útil, lo verdadero y lo bueno.
El sentimentalismo, por su parte, adquiere una ascendencia importante hacia el siglo XVIII. En este sentido la sentencia del crítico inglés Jhonn Donnis resulta ilustrativa: “La poesía es un arte por medio del cual el poeta excita las pasiones para satisfacer y mejorar, deleitar y reformar el espíritu; cuanta más pasión encierra tanto mejor es la poesía”[xxix] (Citado por Wellek, Ob. Cit., pág. 35).
Por otro lado, el naturalismo en el arte (poesía y pintura), acentuado durante el siglo XVIII, guarda íntima relación con la victoria del empirismo en filosofía, el crecimiento del espíritu científico y el desarrollo consciente de la burguesía que aspiraba verse reflejada en el arte.
Hacia las últimas décadas del siglo XVIII y cuatro primeras del siguiente, los más destacados filósofos alemanes compartían su preocupación por las ideas estéticas: Kant, Shelling, Schleirmacher, Hegel y Schopenhauer. Cada uno construyó su sistema estético, o, al menos, concedió al arte un rango destacado en su concepción del mundo. Y, en parte gracias al influjo de los filósofos, los poetas e historiadores de la literatura popularizaron, aplicando unas veces y modificando otras más, las ideas sustentadas por los grandes pensadores. Schiller, Novalis, Tiek, Jean Paul, enunciaron su filosofía estética literaria. No por esto, sin embargo, los poetas pueden ser encasillados como ciegos militantes de cualquiera de las doctrinas filosóficas de boga en su tiempo, y menos aún como sus difusores.
Alguien podría suponer que la poesía didáctica y la filosofía pudiesen tener para Schiller un interés muy directo y personal. No obstante, sus mejores logros no están en sus tragedias sino en sus poemas filosóficos. Sin embargo, él condenó la poesía filosófica, en teoría, al juzgarla como filosofía versificada. Por su parte Schelling da nueva vida al neoplatonismo. Para esta concepción filosófica el arte es visión interior, intuición intelectual. Lo mismo el filósofo que el artista (poeta) cala en la esencia del universo, en lo absoluto. Con el arte y la poesía se derrumban las barreras entre el mundo real y el mundo ideal, por cuanto el arte representa lo infinito por medio de lo finito, concierta naturaleza y libertad, pues es hijo tanto de lo consciente como de lo inconsciente, es decir, de la imaginación, la cual crea de forma inconsciente nuestro mundo real y crea conscientemente el mundo ideal del arte.
Para Jean Paul, el mundo entero está en todo tiempo henchido de designios. Lo que nos falta es poder leer sus signaturas. Para ello necesitamos un diccionario y una gramática de tales cifras. La poesía es la que nos enseña a leer los misterios y enigmas del mundo. Al interpretar a su modo el mundo, la poesía crea otro mundo en miniatura. Se trata de un microcosmos que el espíritu ha hecho renacer[xxx]. (Ob. Cit., T. II, pág. 120). Para Hegel, por su parte, la poesía lírica es una forma de autoconciencia. Eliot,  ya en el siglo XX, señalaba que la filosofía más verdadera es a la vez el mejor material para el mejor poeta; de tal modo que el poeta tiene que ser valorado al final, tanto por la filosofía que él hace realidad en la poesía como por la plenitud y la exactitud de la realización. En tanto que el poeta español Antonio Machado escribió, no sin cierta ironía, que los grandes poetas son metafísicos fracasados, mientras que los filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.
            Bien entrado el siglo XX, el filósofo que mayor influjo ha tenido con sus reflexiones sobre la relación conciliatoria filosofía–poesía, es el alemán Martín Heidegger, quien en el giro hermenéutico de su pensamiento vuelve a las fuentes presocráticas de la filosofía occidental. De este pensador son expresiones radicales en las que  asume la identidad de pensamiento (filosofía) y poesía, como esta:
[...] el pensar es poetizar, y no sólo una especie de literatura por el estilo de la poesía y el canto. El pensar el ser es el mundo originario de la literatura. En él habla ante todo por vez primera el lenguaje del leguaje, es decir, en su esencia. El pensar dice el dictado de la verdad del ser. El pensar es dictare originario. El pensar es la literatura prístina que precede a toda poesía, pero también a lo poético del arte en la medida en que este se pone en la obra dentro del sector del lenguaje. Todo poetizar en este sentido más amplio y en el más estricto de lo poético es en su fondo un pensar. La esencia poetizadora del pensamiento preserva el imperio de la verdad del ser.[xxxi] (Martín Heidegger, “La Sentencia de Anaximandro”, en Sendas Perdidas, Trad. José Rovira Armengol, Buenos Aires: Editorial Losada, 1960, Pag. 275.)
Hoy, asistimos y somos partícipes de un acontecimiento epocal que marca el despliegue de la filosofía, la ciencia y la literatura en un ámbito fronterizo, en el cual las casi inexpugnables murallas de los géneros escriturarios han sido derrumbadas, produciéndose lo que Habermas ha considerado con innegable acierto como la nivelación de la diferencia de géneros. En efecto, tal nivelación expresa una comprensión de la literatura, surgida a partir de las discusiones filosóficas que han tenido lugar en el contexto del giro operado desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje, con la consecuente ruptura, particularmente furiosa, con la filosofía del sujeto. Así, una vez desechadas las categorías básicas de la filosofía y su connotaciones de autoconciencia, autodeterminación y autorrealización, es el propio lenguaje el que ha alcanzado autonomía desplazando hasta su relegación a la subjetividad, para convertirse él mismo en destino epocal del ser, en hervidero de significantes, en competencias de discursos que tratan de excluirse unos a otros, y en donde los límites entre sentido directo y figurado, entre significación literal y metafórica, entre lógica y retórica, entre habla seria y habla de ficción, han quedado disueltos en la corriente de un acontecer textual y universal, administrado indistinta- mente por poetas como pensadores[xxxii]. ( Véase: Jürgen Habermas, Pensamiento postmetafísico, Trad.: Manuel Jiménez Redondo, Madrid: Taurus 1990, pag. 242 y sigs.)
La legitimidad del conocimiento tradicionalmente ha estado a cargo de la filosofía. Sin embargo, con el giro lingüístico operado en ella desde las décadas finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX, cuestionada la supremacía de la razón como lugar exclusivo, lo poético no podía estar relegado ya sólo al ámbito de la pura experiencia estética, por cuanto filosofía y poesía surgen de un espacio común cual es la misma experiencia humana. La unidad de filosofía y poesía se halla en el hecho de que ambas constituyen en sí desarrollos interpretativos ulteriores de una forma de ser propia del hombre de la cual brotan todas las manifestaciones de su pensar, decir y hacer[xxxiii]. (Véase: Nelson Tepedino, “Imaginar la filosofía, filosofar la imagen. Una reflexión de la raíz común de la filosofía y la poesía”, en Estética: ponencias del 3° Simposio, Mérida, 2001, Mérida: ULA, pág. 243).
Desde el momento en que la filosofía dejó de ver al hombre exclusivamente como animal racional cayendo en cuenta que la facultad de la razón se halla fundada sobre un carácter mucho más profundo y radical que constituye la esencia de lo humano, la poesía alcanzó por fin el estatuto que durante la modernidad le había sido negado por la racionalidad. La poesía y la filosofía por fin se reconciliaron en una relación de vecindad. Y es justamente con Heidegger y Gadamer que esta relación se hace patente, cuando ambos pensadores dan cuenta del enraizamiento común de toda palabra –ya sea ésta filosófica, poética o científica- en el ámbito originario de la experiencia humana de la cual brota.
La experiencia humana no es otra que la de su propia condición esencial: la carencia e intemperie constitutivas. En efecto, en su ontológica desnudez, el hombre, está situado en un espacio ecológico en el que debe desenvolverse, no ya con los impulsos y programaciones instintivas como otras especies zoológicas, sino que se ve en la imperiosa necesidad de inventar, crear y construir formas de ser que hagan posible su existencia en el planeta. En este sentido Nelson Tepedino señala que,
La carencia de un ajustamiento automático con el medio ambiente hace que el hombre ‘tenga que estar sobre sí mismo’ y ‘hacerse cargo de sí’. Y ese ‘estar sobre sí’, en cuanto tener que darse formas de realidad es lo que Heidegger llama ‘existencia’: existir no es un mero estar presente entre los seres del mundo, sino esa particular manera de ser del hombre que consiste en verse obligado a ‘ocuparse de sí mismo’, a curar de sí apropiándose posibilidades que lo van configurando y que van decantando formas de ser muy concretas. Y esta es la raíz de la cultura: la cultura es la casa que el hombre construye para protegerse de la intemperie de su propio desfondamiento[xxxiv] (Ob. Cit.: págs. 243 y sig.).
La poesía como parte de la construcción cultural del hombre constituye también un habitáculo que le resguarda de esa carencia e intemperie originarias. De allí que Heidegger nos muestre la poseía como fundación, como edificación y fundamento del mundo. En su ensayo “¿Para qué ser poeta?” el filósofo de Selva Negra indica en su exégesis del este verso de Höelderlin que el poeta establece sobre el abismo el fundamento. El abismo es lo sin medida ni causas, indeterminado en sí mismo, imposible de ser objetivado, el caos. El término abismo, señala Heidegger, tiene en su acepción prístina la denotación referencial del terreno y el fondo sobre el cual siendo lo más bajo, algo se apoya a lo largo de la cuesta. Sin embargo, abismo es ya “ausencia total de fondo”[xxxv] (Véase: Martín Heidegger, “¿Para qué ser poeta?” en Sendas perdidas. Trad. José Rovira Armengol. Buenos Aires: Losada, 1960, págs.25 y sigs.).
Finalmente, Heidegger señala que si fondo es el terreno para arraigar y estar, la época de penuria que se patentiza en la actual edad histórica del mundo, en la edad más sombría de la noche del mundo, se nos hace imperioso ponernos al tanto del abismo del mundo y soportarlo. Sin embargo, a nadie compete de modo más esencial tal asunto que a los poetas para quienes es asunto de necesidad descender hasta el mismo fondo desfondado del abismo epocal. Y no es otra la tarea emprendida ya desde sus inicios en la palabra poético-filosófica por Reyna Rivas.
3°.- La obra poética de Reyna Rivas y sus vinculaciones con la filosofía occidental. Antecedentes para su estudio.
Elena Vera, en una conferencia dictada en marzo de 1997[xxxvi], con motivo de la presentación del poemario Sueño de la palabra de la poeta falconiana Reyna Rivas, señalaba que en Seis Prosas (1951), y un breve cuaderno titulado Estampas (1953), la escritora coriana se ubicó a la vanguardia de la poesía escrita en Venezuela en los años cincuenta. Ambos estaban escritos en prosa poética, y es oportuno recordar que aun los escritores del grupo “Sardio” no habían descubierto la obra del poeta cumanés José Antonio Ramos Sucre. Estas inquietudes  formales y estéticas de Reyna Rivas no eran casuales, la sólida formación literaria y lingüística que había recibido en el Instituto Pedagógico Nacional y los conocimientos musicales que había obtenido en la Escuela Superior de Música de Caracas, así como los cursos de arte moderno seguidos religiosamente en París, la señalaban como una de las artistas mejor formadas de su tiempo. Todo este bagaje cultural, aunado a su exquisita sensibilidad, hizo posible aquellos primeros libros.
En un libro posterior titulado Huéspedes de la memoria (1957), el planteamiento estético a resolver es otro: si su palabra, la palabra que enhebra en el poema, pudo asir exactamente la realidad y los objetos que la rodean,  a nivel formal, el planteamiento conceptual es estrictamente filosófico: lo huidizo del tiempo y la fragilidad de la memoria. Hay en este libro una angustia soterrada por no poder aprisionar en la red de las palabras los recuerdos, esos huéspedes fugaces. Y así lo expresa, en el poema II:
¿Son entonces los nombres lo que vale?
Se hace la historia de las cosas. Se
olvida el signo y lo signado.
Mas, nada
podrá borrar el tránsito porque no vive
en  él la agonía del tiempo ni lo roza
la fría mortaja del espacio...


Del mismo libro es este poema:
(XXX)
Clamo por alumbrar tantos objetos olvidados
por  darle a cada uno un nombre.
Que la ciña y lo envuelva como el
aire  a las formas.
Mas, siento que las palabras se amontonan
Frente a mí como una galería
de enpolvados rostros que nadie identifica.

Y el poema IV del libro citado dice:
Amamos el pálpito que media entre dos
cosas, porque en más fecunda y hermosa 
la zozobra, la pequeñez que habita
entre el verde y la hoja...
Amo tan sólo  el transito, esa parábola.
Sin dimensión que en todo habita.

 El poemario Huéspedes de la memoria fue valorado atinadamente por Elena Vera como un libro de gran densidad filosófica traducido al francés por el afamado crítico Pierre Seghers, quien también escribió el prólogo para la edición en francés; allí él expone estas consideraciones:
En la poesía de Reyna Rivas, la palabra encuentra su sabia y su sabor primero. En ella cada nombre es un corazón vivo y palpitante.
No hay aquí retórica ni exceso de imágenes que terminan por ser  cristales inanimados en el kaleidoscopio de la escritura. Nada que sobrecargue inútilmente. Sólo el silencio y junto a él, el nombre.
En esta poesía hay un gran pudor, un tacto, tal vez una ciencia: la ciencia de poder acercarse a lo indecible.

En el libro A la orilla del tiempo, publicado en Milan (Italia) en el año 1959, la poeta evoca los días de su infancia transcurridos en la ciudad de Coro. El lenguaje se hace más transparente y se despoja de toda retórica. Esta obra por su contenido y por su estilo preanuncia la belleza del ya mencionado libro que Reyna Rivas tituló Estampas. Así dice en el poema XII:

y nuestra cena era clara.
El mantel hinchaba su blancura y, sobre él
la mancha carmín de la pinpina
llegaba a ser una estridencia.

Nos perdimos destejiendo los días
entre tunas y cardones, papagayos
y trompos que poblaron tu mejor edad,
tu prodigioso acontecer de fábula.

Todo este reino perdido de la infancia (reiterado a lo largo de toda esta obra) está presidido por la figura del padre, el cual es evocado con palabras de extrema sencillez, pero con profunda resonancia interior:
Los sábados traías una cesta que desbordaba en
alegría sus colores.
Perejil y orégano, carne y levadura. Todo se organizaba
allí como un viejo cuadro de museo.
Así se escribía tú historia. Más fuerte que tú era
sólo el hogar porque levantaba su muralla
de piedra, de infinito y de tiempo.
(Poema X)

¿Me bastarán la casa, el mantel o la sábana para
situar tu muerte?.
Es fácil, pienso por las noches.
Mas, al amanecer digo:
¿Cómo construirlo ahora con palabras?
(Poema XV.)

Un largo silencio separa este libro de Palabra y poesía, editado diez años después por la Universidad Central de Venezuela (en 1968). Ya las búsquedas de estilo han terminando y la escritora coriana se nos muestra en la total posesión de su palabra poética. Elena Vera ya hacía hincapié en la singularidad del estilo, indicando que, para el momento de su publicación, se trataba de un estilo único en la literatura venezolana, al parangonarse con el de otras mujeres poetas de su tiempo. María Cristina Patiño (1920), Matilde Mármol (1921), Juana Aristiguieta (1922), Ofelia Cubillán (1922), Carmen Delia Bencomo (1923) e Ida Gramcko (1924). Elena Vera señala que sólo había podido encontrarle algunas similitudes con la poesía de Elizabeth Schön (nacida en 1921). Ambas debatiéndose en el problema de la búsqueda de la autenticidad de la palabra y los temas filosóficos de la fugacidad del tiempo, el ser y la muerte.
En la conferencia ya referenciada Elena Vera afirmaba que el tema amoroso (tan marcado en las mujeres poetas de su tiempo)  no está negado en la totalidad de la obra poética de Reyna Rivas.
Del libro Palabra y poesía es esta muestra:

amaste siempre los modos del amor cuando
traducían el pensar sin dejar huellas
de la unión entre lo dicho y lo pensado.
Porque  allí veías nacer la poesía en un estado
virginal y puro, yuxtaponiendo la realidad y la
imagen de su propia sintaxis.

En este libro, como lo señala Elena Vera, la poesía de Reyna Rivas ha alcanzado la plena abstracción, ubicándose dentro de la estética del arte puro proclamada por el poeta francés Paul Valéry, lo cual no estaba lejos de su formación en los diversos lenguajes del arte (literatura, lenguas, música y pintura), que ha podido constatarse en los cientos de artículos para diarios y revistas que  Rivas publicó en estos años y que hoy constituyen un valioso legado para el análisis de los lenguajes del arte en Venezuela. De Palabra y poesía en este texto:
Los nombres de la poesía amanecían  a cada hora
y en todo lugar. Formas de otras formas encontraban
espacio y cuerpo en la palabra, traduciendo pensar
 y pensamiento, desarraigando lo pasado hasta elevarlo
 a la única posible traducción: la que podría nacer y
darse, en el entendimiento, por una conjunción de
nombre y verbo.

En 1975 publica Memorables, libro donde Reyna Rivas abandona la prosa poética que había sido su único medio de expresión poética y comienza a usar el verso libre. Los temas centrales de este nuevo libro son el tiempo y su transcurrir.
Poesía sueño del ser.
Epifanía.
Ser de un siendo
que pasando se nombra.
            
Enigmas: este fuego que anda,
estas piedras que cantan.
Esta muerte que vive, este sueño
que nos alberga a la misma hora
y en el mismo  lugar...

De este libro dijo el escritor y filosofo Ernesto Mayz Vallenilla en el prólogo expresó: “He aquí un lenguaje que intenta dominar los misterios del tiempo. El tiempo, en cierta forma es producto del lenguaje. Pero este, a su vez, lo desfigura porque es espejo a  la vez que fragua...”[xxxvii]
En el libro de poesía que Reyna Rivas tituló Elegía (1980), exalta la memoria de su madre muerta en aquellos años. En el discurso de la literatura venezolana se han escritos valiosas elegías, como el conocido poema “Flor” del eximio J. A. Pérez Bonalde, el “Canto Fúnebre” del romántico J. A. Maitin, “La quieta elegía” de Félix Guzmán en memoria de su madre muerta y “La viva elegía” de Pedro Francisco Lizardo. La “elegía a Guatimocin, alias El Globo” de Caupolicán Ovalles, dedicada a su abuelo, escrita dentro de las búsquedas surrealistas y el poema de Ramón Palomares “Elegía a la muerte de mi Padre”, pero este largo poema de Reyna Rivas no se queda en el llanto o en la enumeración de las virtudes de la persona fallecida; sino que plantea una manera nueva de enfrentar el fenómeno de la muerte: busca la trascendencia del ser y propone una actitud más esperanzadora, allí radica la originalidad de su planteamiento poético:
Al tiempo pido
que inventemos
la esperanza
que se sosieguen los ímpetus
y que así, ensimismada,
regreses y descifres
lo que ha escrito,
el agua sobre la sal
lo que nombra la ceniza,
lo que la soledad acompaña
...lo que la muerte vive.

Para la poeta Reyna Rivas, la palabra poética le fue concedida para dar luz a los demás seres, sin duda alguna idea ésta de notable cariz platónico. Así dice el comienzo del libro Sueño de la palabra:
Dada fue la palabra
y dijeron:
palabra es la luz cuando se nombra.

Palabra es cuando  se escribe
el verbo sobre las piedras.

Palabra es lo que crece entre dos sueños.

Ser de ser es palabra,
en las entrañas de la poesía.
(Página 9)

Pero también se nos muestra aristotélica cuando afirma reiteradamente. que su poesía aspira a expresar la verdad:
Recibida habrá de ser la luz
cuando la verdad sacra-mente los nombres
y los siembre
en el nunca
en el siempre
en la estación de hoy...
(pag 13)
 Además Reyna Rivas ha sido receptora por excelencia de las ideas de Martín Heidegger, quien al tratar de explicar la esencia de la poesía, tomó como base de su inspiración, algunas frases y versos de la correspondencia y de los libros del poeta Höelderlin. Una de ella es: “Ponen los poetas el fundamento de lo permanente”. Reyna Rivas lo expresa de la manera siguiente, en su poema titulado “Permanencias”:
Permanencia será
lo que va de memoria a memoria,
de nombre en nombre
hilvanando los sueños.

Permanencia será
morir de tanto ser
en siendo y sido.

Para Heidegger, el poeta está situado en una región intermedia entre los Dioses y el pueblo, y debe, desde ella, actuar como intérprete y como anunciador. La esencia de la poesía es histórica porque supone siempre un tiempo que el poeta anticipa e interpreta. Reyna Rivas expresa esta idea así:
Así
historiando la mismidad,
historiando la intimidad,
historiando la confidencia,
nombrando el éx-tasis
tal vez nos sean reveladas
las absolutas reflexiones
del amor en lo amado

Platónica, aristotélica, seguidora de las ideas de Heidegger;  Reyna Rivas es una poeta ecléctica; de Platón toma la idea de “inspiración”, de Aristóteles, la búsqueda de la verdad y el trabajo sobre el lenguaje, de Heidegger, la permanencia de la palabra poética y el sentido histórico que debe tener la poesía.
Además, como ya lo señalara Albanela Pérez Suárez en su discurso de presentación al poemario Sueño de la palabra (1999) la escritura de Reyna Rivas coteja los tiempos verbales del ser para neutralizar la pérdida de sentido, el olvido del origen. La conciencia de la verdad que habita en la poesía permite recobrar el acto de la palabra. La plenitud de sentido se sostiene en  esta exclusividad de la conciencia, que se sabe principio y fin, como toda unidad, para goce de su certeza. La palabra poética de Rivas contiene la convicción de la que la experiencia es nombrar en el acto de nombrar. Sin arriesgar, a la manera de Bataille, que el anunciado se convierta en un obstáculo de la experiencia pues “lo que cuenta no es más el enunciado del viento, sino el viento”.
La palabra hace inventario desde su conteo para descifrar, descomponer y desnombrar. La palabra desea ser en el principio, inaugurar, bautizar de sentido, la verdad e inmediatez. En este sentido, el lenguaje poético atraviesa por instancias místicas, la palabra es génesis, encarnación, verdad bíblica. No es de extrañar entonces, el tono de sentencia, la imagen lapidaria del mandamiento, la luz iterativa. La poesía es para Reyna Rivas, el lugar del encuentro. El querer decir corresponde a una realidad tangible, a transparencia perceptiva dilucidada en a palabra mientras que el “modo conjugado”, inaugura el tiempo en el sentido primigenio de la palabra.
Acaso Reyna Rivas quiere recordarnos el abuso del individualismo implícito de la poesía en nombre de la libertad, dejando en el olvido que “la poesía es también la manera más intensa de relevarse inopinadamente, imprescindiblemente, contra el mal uso de las palabras, de su oscuridad y su inercia, como manifiesta Alain Jouffroy en su manifiesto de la poesía vivida. Sus memorables vienen a cumplir la labor del entramado poético. La textura fenomenológica fundada en el silencio permanece más allá de una necesidad vital de su intención cognoscitiva, como una revolución ontológica. El Jardín del Olvido se desvanece en el verbo cuando en el poema deja de ser sueño del verbo.
La escritura poética de de Reyna Rivas avanza desde la promesa del silencio, tal como epifánicamente lo percibió Albanela Pérez Suárez infiriendo que para la poeta es necesario probar la contundencia de los significados, y la promesa de la palabra, que sea verdad, que sea tiempo, que sea. Observó igualmente que el yo poético parece ausentarse y sin embargo, la escritura de Reyna Rivas es el cuerpo, el espíritu, el alma. La escritura es el hombre y es también el Dios, en la configuración de la suprema trinidad. La escritura es transfiguración, memoria y soledad cruzada. La transparencia redundantemente pura debe ser alumbrada  desde el solidario trance, desde el espacio que la transverba. Cuerpo y verbo en la extensión de lo inefable, en el recorrido que ha hecho del extravió de identidad, tiempo y espacio, el lugar en lo posible de la poesía. Pero también el poema en la escritura Reyna Rivas es  de cuestionamiento del ser del poema, de la verdad y la palabra, del ser y la palabra. La palabra que quiere responder al ser, en nacimiento constante y que va haciéndose en cada víspera, en una añoranza repetida de dar a luz. Donde el pronunciar es  alumbramiento y la gracia concedida al hombre. El hombre que de verdades sustanciales se hace en la palabra. La escritura es reparadora del universo, y consubstancia a su autor como exponía Montaigne.
En la conciencia de la entrega poética. Reyna Rivas, afirmaba Albanela Pérez Suárez, espera la revelación: forma absoluta de reflexión anacorética y de intuición purísima del poeta. Pero  esta forma de clarividencia prometida es percibida en la poeta, por el amor y el cuidado rendido en la palabra. “Tal vez no sean relevadas / las absolutas reflexiones” dice Rivas, en hesitación del intimismo historiado, o en la recuperación de la memoria original, tras el largo silencio.
Por todo lo expuesto anteriormente, nos hemos trazado en los capítulos siguientes el reto de mostrar las vinculaciones existentes entre filosofía y poesía en la obra poética de esta autora venezolana.

CAPÍTULO II

EL AMOR Y LA MUERTE EN EL POEMARIO SEIS PROSAS:
ANOTACIONES PARA UN ESTUDIO HERMENÉUTICO DEL DISCURSO AMOROSO EN LA POESÍA DE REYNA RIVAS


Vivir fuera de sí, por estar más allá de sí mismo. Vivir dispuesto al vuelo, presto a cualquier partida. Es el futuro inimaginable, el inalcanzable futuro de esa promesa de vida verdadera que el amor insinúa en quien lo siente.

María Zambrano


[...] todo amor comienza por la vista. Pero el amor del hombre contemplativo asciende desde la vista a la mente. El del voluptuoso desciende de la vista al tacto. El del activo se queda en la mirada [...] Estos tres amores toman tres nombres. El amor del contemplativo se llama divino, el del activo, humano, el del voluptuoso, bestial.

Marsilio Ficino


En la Sección de Libros Raros de la Biblioteca Nacional, en la ciudad de Caracas, se encuentra uno de los poquísimos ejemplares -con las páginas ya marchitadas por el tiempo desde que saliera a la luz en la ciudad de París, hace más de cincuenta años- del poemario cuyo título: Seis prosas, reasalta, en aquellos viejos anaqueles, con grandes letras negras. El prólogo: del poeta y editor venezolano Roberto Ganzo; las ilustraciones: seis litografías de diseño abstracto, nacidas de la imaginación de nuestro artista Armando Barrios; la hechura de los textos: de Reyna Rivas, quien ayer fuera la esposa del pintor, y desde el año 1999, por el trance de su muerte, la viuda.
Como su título lo indica, se trata de seis escritos que condensan en su brevedad, los  primeros oficios en la palabra poética de su autora, “escapada de su corazón, coloreada de vida, como pájaro de la sangre", de acuerdo con la semblanza que nos ofrece María Zambrano en su ensayo Palabra y poesía en Reyna Rivas (1962), donde nuestra poeta dejó plasmadas las primeras claridades de su alba resplandeciendo en sus primeros ensayos de poeta.
Este primer poemario ofrece, de Reyna Rivas, sus nostalgias y una secreta y tenaz reivindicación (Roberto Ganzo). Sus páginas son jaulas abiertas donde entran, como pájaros danzando por el viento, las palabras. En ellas, también la muerte y el amor se revelan en sus más originarias formas, con las sangrantes heridas que dejan sus combates, y se dejan oír los ecos del gemido causado por la quemadura de la doble llama de la hoguera que arde en las entrañas de todo ser transido por el delirio amoroso.
Desde que Platón, en el Simposium, nos legara su interpretación sobre él amor, abriendo con ella la reflexión filosófica, no han cesado los intentos por su teorización. Ya, desde la antigüedad clásica, las pasiones del alma han venido suscitando un infinito océano de preguntas, cuyas respuestas aguardamos todavía, con la más secreta de las dudas. Este primer trabajo poético de Reyna Rivas ofrece las resonancias de aquellas voces que aún antes de Platón hasta nuestros días se han elevado para hablarnos del amor. Son las voces y los ecos de milenarias voces los que aquí se reúnen en torno a las Seis prosas de la poeta Reyna Rivas, cuya primera prosa nos invita a entrar en los misteriosos y muy humanos ámbitos del amor:
Porque no me abandonen tengo miedo de
pronunciar algunos nombres.
A veces he querido recogerlos y los he per-
seguido entre las cosas: por el color de las
cortinas, en los vasos redondos, por los pliegues
pesados del mantel. Y es que no sé si cuando
digo: Azul... y repito: Azul... ! Mi voz se
hace más pálida.
Cuántas palabras mías danzarán mañana por el
viento, entre las ramas. Cuántas como perdices,
entrarán en las jaulas abiertas ... !

Las palabras son en esta primera prosa la encarnadura del ausente: el objeto siempre en fuga del anhelo. La cosas cuyo nombre da miedo pronunciar por temor al abandono, parecen estar impregnadas de la fragancia imperceptible sólo para quien no ha gozado de la presencia de aquél que a su paso lo exhaló. El poema, sin embargo, lo deja a él sin nombre, y son las cosas y el color de las cosas los que con sus propios nombres nombran al Amado Ausente. Así, la piel -el cuerpo todo-, se transforma por los sortilegios de la poesía en otra piel, más delgada, y de invisible textura y transparencia; en otro cuerpo, pre-sentido, pero jamás nombrado que, no obstante toma exactamente las mismas formas del lenguaje.
En la segunda prosa, como quiere llamar Reyna Rivas a sus primeros poemas, la ausencia del amado se nombra en las imágenes que se abren, restallantes, bajo la claridad azul del «cielo de Marzo»:
Sobre los techos, Marzo abre el cielo! Tanto
tiempo escondido el azul y ahora ex -
tiende su abanico de luz más allá de los árboles !
¡El cielo y yo! ¡Qué distantes estamos así sepa-
rados por este imponderable mundo de pájaros,
de vibrantes tejados, de nubes encendidas !
Bajo mi balcón, mas distantes aún, pasan contra
el viento los niños...
¿Cómo pudo abandonarme mi niñez así defini-
tiva, eternamente?
Yo no soy más que un elemento bajo esta copa
 abierta que es el cielo de Marzo.

El amor se conjuga otra vez en la tercera prosa mediante la identificación con la naturaleza y las cosas cotidianas, animadas por los vibrantes destellos de la mirada del sujeto amoroso extasiado en la contemplación de su presencia:
No digáis que no viven las cosas.
Cómo podéis creer que son inexpresivos los
armarios, las puertas y las llaves o los viejos
cojines de un diván?
Yo siento el amor en las campanas y en las
piedras.
Amor en las delgadas copas con el vino, en mi
ventana al sol, en las blancas almohadas.
Las manchas de luz en las paredes tienen también
un corazón.
Si un cuchillo abre el pan lo hace con vida y el
pan es una arteria abierta. Hay vida para todo.
Sangre. Movimiento. Vida en las piedras.
Sangre que se dora al sol en los tejados y en
las torres. Sangre para la transparente
mejilla de la muerte!

            El amor es, en este poema, la fuerza (o la sustancia) primigenia del mundo que, como en la cosmogonía órfica, impone en la discontinuidad del caos un orden frágil ante la inevitable amenaza de la muerte; necesaria, sin embargo, para que el amor sea, pues desde siempre está irrigado por ella1 (Julia Kristeva, Historias de amor, México: Siglo XXI, 7° ed., 1999). Así, en el primer rompimiento de su aurora poética, Reyna Rivas nos recuerda con sibilinas palabras, que las semillas del ocaso están germinando desde siempre en el destino de los seres humanos.
Con la leve melancolía del delirio que muestra en este libro el sujeto amoroso, también se teje en el telar de letras, palabras y enunciados líricos, el retorno doloroso que significa volver al disfrute de las delicias del estado edénico, simbolizado aquí en la niñez: el paraíso perdido y recobrado de nuevo en la memoria y en la escritura poética. Así lo dice, canta y cuenta Reyna Rivas en la cuarta prosa:
Mi convalecencia se regó por la alcoba. Estuvo
en la luz de los espejos y en el terciopelo de las
cortinas amarillas.
Los niños estuvieron a verme y pasaron conmigo
mucho tiempo.
Acaso se dieron ellos cuenta de que yo no podía
estar alegre?
¡Cómo cambiaban sus rostros!
¡Cómo danzaba su timidez!
Tarde ya me senté con ellos en la alfombra y
jugamos hasta el anochecer.
Entre las manos de los niños, las mías, tan rudas,
parecían hojas muertas.
Después todo fue vida! Ellos se habían llevado
mi convalecencia...
y desde entonces el espejo sólo retiene mi
palidez redonda.

Es preciso detenernos aquí para considerar brevemente el campo sembrado en la metáfora del espejo por los males de amor de Reyna Rivas. Para ello debemos estar a la escucha de las resonancias simbólicas arcaicas del enunciado poético con el que finaliza la cuarta prosa: «y desde entonces el espejo sólo retiene mi / palidez redonda». En nuestro imaginario, amamantado en el seno de los viejos mitos griegos, de seguro cobrará presencia la misteriosa imagen que nos legara el mito de Narciso, en la cual el psicoanálisis halla uno de los principales fundamentos de nuestro psiquismo: La experiencia amorosa – nos dice Julia Kristeva- reposa sobre el narcisismo y su aura de vacío, de apariencia y de imposible subyacente a toda idealización inherente al amor2
La metáfora del espejo, transfigurada en símbolo por la poesía de Reyna Rivas, nos recuerda también aquellas reflexiones de la filósofa María Zambrano, quien siguiendo los dictados de su corazón y su conciencia nos ha enseñado que,
[…] el amor es la revelación de la vida humana» y, más aun, el agente de destrucción más poderoso, porque al descubrir la inadecuación y a veces la inanidad de su objeto, deja libre un vacío, una nada aterradora al principio de ser percibida. . . el abismo en que se hunde no sólo lo amado, sino la propia vida, la realidad misma del que ama. Es el amor el que descubre la realidad y la inanidad de las cosas, el que descubre el no-ser y aun la nada3
Nos preguntaremos ahora: ¿Qué es entonces el espejo, y la redonda y pálida  imagen en él reflejada, sino la conciencia que surge en la más profunda intimidad de la poeta que se ha adentrado en la realidad y descubre en ella el ser y el no-ser, porque aspira ir más allá del ser deshaciendo toda consistencia? . . . Porque destruye,- nos recuerda Maria Zambrano- el amor da también nacimiento a la conciencia siendo él la vida plena del alma. y más aun, es él quien torna la muerte viviente, cambiándola de sentido, por cuanto quien de veras ama, muere ya en vida. Aprende a morir. ¿Pues acaso el amor como agente integrador no exige de nosotros la entrega?¿Acaso no exige hacer del propio ser una ofrenda, un sacrificio único y verdadero, anticipando ya la muerte, con el abatimiento que hay en todo sacrifico?
            Así, la imagen poética del sujeto amoroso mirando su «palidez redonda» en el espejo parece advertirnos sobre el descubrimiento de una verdad que de ser tan sabida la olvidamos. Tal verdad no es otra más que esta: al poeta le es necesario experimentar la fascinación de la imagen en el espejo para encontrar que su certeza es la oquedad inmensa del vacío. Pero esta verdad nos advierte a nosotros que también nos es necesario detenernos allí para ver realmente quienes somos, y así poder decir como Plotino:
Que vaya el que pueda y la acompañe [a la belleza interior] adentro tras dejar fuera la vista de los ojos, sin volver a los anteriores reverberos de los cuerpos. Porque, al ver las bellezas corporales, en modo alguno hay que correr tras ellas, sino, sabiendo que son imágenes y rastros y sombras, huir hacia aquella de la que estas imágenes son imagen. Porque, si alguien corriera en pos de ellas queriendo atraparlas como cosa real, le pasará como el que quiso atrapar una imagen bella que bogaba sobre el agua, como con misterioso sentido a mi entender, relata cierto mito: que se hundió en lo profundo de la corriente y desapareció. De ese mismo modo el que se aferre a los cuerpos bellos y no los suelte, se anegará no en cuerpo sino en alma, en las profundidades tenebrosas y desapacibles para el espíritu, donde permaneciendo ciego en el Hades estará acá y allá en compañía de las sombras4. (citado por Kristeva 1999)
Ahora bien, si es cierto y fuera de toda duda que todo poeta es seducido por las fugaces apariencias del mundo, como lo señaló María Zambrano en su ensayo Filosofía y poesía, en el caso de Reyna Rivas tal seducción no busca más que esta verdad: el Gran Vacío, la Otredad Innombrable. Por cuanto el amor a la poesía exige el sacrificio del yo, el eclipse del ego en la vida y en la escritura.
Así, la imagen del sujeto amoroso mirando su redonda palidez en el espejo ha alcanzado una peculiar visión interior, como si hubiese atendido a este otro precepto de Plotino:
Retírate a ti mismo y mira. Y si no te ves aún bello, entonces, como escultor de una estatua que debe salir bella quita aquí, raspa allá, pule esto y limpia lo otro... Así tú también quita todo lo superfluo, alinea a todo lo torcido, limpia y abrillanta todo lo oscuro y no ceses de labrar tu propia estatua hasta que se encienda en ti el divino resplandor... Si has llegado a ser esto, si te juntaste limpio contigo mismo sin tener nada que te estorbe, ni cosa ajena dentro de ti mezclada contigo... entonces, hecho ya visión mira de hito en hito y ve. Esto es en efecto el único ojo que mira la gran Belleza... El vidente debe aplicarse a la contemplación no sin haberse hecho a fin y parecido al objeto de la visión. Porque jamás todavía ojo alguno habrá visto el sol si no hubiera nacido parecido a él 5.
Así, por haber alcanzado esta íntima, secreta, indescifrable visión, Reyna Rivas ha escrito: «y desde entonces el espejo sólo retiene mi / palidez redonda».
La quinta prosa nos arrebata en el ahora, el antes y el después que se hace presente en el tiempo instantáneo pero siempre-sido-y-siempre-siendo en la trama de la escritura y de la vida:
Me conocen, dicen, porque han visto foto-
grafías de mis edades.
Ellas conocen mejor que yo mis rastros, la
variación de mis pupilas, el dilatado cauce de
mi frente.
Sé que estoy detenida entre las páginas oscuras
de sus álbumes: en el jardín, en la calle y en
todas partes.
Y me pregunto sólo si ese será mi devenir, si
estarán allí encerradas mi niñez y mi vida y si,
en verdad, ellas podrían conocerme...
Nó, no puedo ser yo lo inmutable. No puede
detenerse el curso de mi vida en el eterno clar-
oscuro de mi fotografia cuando cálidos gritos y
pacientes gemidos rompen con su vehemencia
 la corola del tiempo.

¿No son acaso esos «cálidos gritos y pacientes gemidos» el trance del sujeto amoroso que sabe su vacío y sufre la herida del amor en su fiero combate con la muerte, transpuestos al lenguaje, que es también, como lo indica Kristeva, un lugar de exceso y de absurdo, de éxtasis y muerte; el espejo que, como a Narciso, puede abismarnos y hacernos resurgir transfigurados en la flor no vegetal de la escritura, para que, como con las guirnaldas de narcisos tributadas por los antiguos a las Furias infernales, éstas se apacigüen también en nosotros? ...
Por otra parte, el tiempo anuncia ya, en este primer libro de Reyna Rivas, con ser otro de los desvelos que van a conducir en adelante sus inquietudes de poeta. En efecto, la quinta prosa nos permite vislumbrar los primeros intentos de la autora por penetrar sus misterios. Por ello, cuando escribe que «cálidos gritos y pacientes gemidos rompen con su vehemencia la / corola del tiempo», podemos percibir que ya empezaba a cobrar conciencia de los grandes enigmas que suscitan tiempo y lenguaje, tiempo y ser. Es entonces cuando Reyna Rivas emprenderá el camino abierto a través del lenguaje que la ha conducido a «rescatar lo originario de la esencia temporal: su fluente eseidad distendida entre un no-ser-siendo-siempre-todavía y la fugacidad de la pura presencia del instante siendo-lo-ya-sido»6.
En el lenguaje poético de Reyna Rivas percibimos el despliegue del amor y la muerte en su devenir. La palabra hace que tales experiencias existenciales recuperen en nosotros un sentido humano, demasiado humano, tanto más cuanto que en nuestros días las irrupciones, rupturas, desmoronamientos e incertidumbres de toda índole nos acechan a cada instante. Aún así ¿hay en la capacidad destructivo-constructiva del amor una secreta esperanza? La sexta prosa parece susurrarnos, como una íntima plegaria, que la palabra de Reyna Rivas viene, como lo indicara María Zambrano,
a cumplir las funciones que la vida acongojada y ávida necesita; la vida que sabe ya de la muerte inevitable y del error que se esconde bajo toda edificación, bajo toda pasión y que aún resiste tenazmente en las raíces de todo amor y la destrucción que acecha en cada instante, en los más gloriosos de una vida7.
Así lo dice Reyna Rivas:
Y en mi sueño hubo voces.
Y se esparcieron por todas partes, aquí, allá:
balbuceos, quejas, desesperados gritos!
Caían los techos y se precipitaban por el
ácido tronco de los árboles.
Y voces vinieron y me cercaron como zumbantes
abejas.

Qué alucinantes formas tomaban las voces por
mí tan conocidas! La mía, tu voz, la voz de él
fueron bien pronto sombras que paseaban, en
torno mío, bandejas y copas empinadas.
Después, las voces volvieron a su nido del
viento y quedaron sólo los ecos insistentes.
Qué se dirán las voces cuando se van con las
palabras?
Tal vez, a las otras, la mía cuente las confi-
dencias que tan solo tú voz sabe.
Mas cuáles son estas confidencias sino las del corazón sufriente del sujeto amoroso que sabe su sola finitud... pues ¿acaso, como lo sufrió también Ortega y Gasset, no es menos cierto que el amor es a veces triste, triste como la muerte, tormento soberano y mortal?...8¿acaso durante el mismo desplegarse del amor no ocurren desgarramientos interiores que semejan la agonía de la muerte?9... ¿acaso el amor no trae consigo aflicción y tormento, ansiedad y afán y muchas otras penas que largo sería enumerar aunque su finalidad también es deleitable? . . . y ¿acaso dentro de cada uno de nosotros no hay Otro que está a nuestro lado día y noche? ...  ¿Es el amor o la muerte? Tanto se parecen que a veces no podemos distinguirlos, porque cada uno a su manera nos realizan definitivamente...los llevamos dentro escondidos, desvelándonos, son una fruta que madura en el alma, una presencia ausente de aparición inesperada?10.

CAPÍTULO III

LA VOZ DEL SILENCIO EN HUÉSPEDES DE LA MEMORIA,
OBRA POÉTICA EN PROSA DE REYNA RIVAS

[...] la muerte es sin duda, el más esencial de los accidentes del lenguaje ( su límite y su centro ) [. .. ] Quizás la configuración al infinito contra la pared negra de la muerte es fundamental para todo lenguaje desde el momento en que no acepta circular sin dejar rastro.
Michel Foucault El lenguaje al infinito

El silencio esencial es el que está en la palabra misma como residencia, como su morada: es el silencio que dicho, entredicho, visto, entrevisto, constituye nuestro hablar esencial.

 Ramón Xirau. Palabra y silencio.

Dos principios sirven de fundamento a la presente dilucidación. El primero de ellos nos viene de Heidegger y expresa que “es posible que un poeta llegue a un punto en que necesita llevar al habla la experiencia que hace él mismo propiamente con el habla"1. El segundo nos viene de Gadamer y señala que "el poema es en sí mismo un diálogo, un autodiálogo"2. Así, partiendo de las afinidades y  complicaciones vinculantes de estos dos principios, continuamos nuestro recorrido hacia los mismos confines del lenguaje poético, atravesando sus grietas y hendeduras para experimentar sus límites y afueras y dar, con la escritura de Reyna Rivas, un salto a los abismos del silencio, la palabra, la memoria y el olvido. Encontramos en nuestro itinerario, el silencio, no obstante hay que recordar otra vez con Heidegger que el verdadero diálogo con el poema único de un poeta es el diálogo poético entre poetas; y no obstante, es posible, e incluso necesario, un diálogo entre pensamiento y poesía, pues a ambos les es propia una relación destacada, si bien distinta, con el habla.
Más allá de constituirse en el umbral que instaura el horizonte sonoro necesario a la palabra para resonar y alcanzar su consistencia ontológica, el silencio es, como lo ha apuntado la indagación fenomenológica heideggeriana, el abismo sin fondo en que la palabra pronunciada se hunde para brotar y surgir en vacía plenitud desde ese desfondamiento, donde se produce una misteriosa suerte de despojo que hace de la lejanía y de la ausencia una omnipresencia, empero, siempre oculta cuanto más cercana está a nosotros3.
El silencio en el que tiene morada la palabra, la hace portadora de sentido, por cuanto aquel constituye en sí mismo la esencia de la palabra: su presencia oculta, comprensiva, y oyente; toda vez que el silencio revela ocultando la realidad última de la palabra, aquello que constituye “lo más originario e inicial”. Tal esencia es también una escucha silente que adviene del silencio dicente.
Así, el lenguaje de la poesía encarna tal proceso en busca del latido, de la respiración y palpitación inicial presentes en cada palabra, en cada letra que emerge desde la infinita posibilidad siempre abierta, fecunda, vivificadora (y aun aniquilante) del silencio en su callado curso, corriendo cual río de sangre en el poema por las venas de las palabras.
Del silencio, resguardado en el decir poético, deviene la palabra en temporalidad y memoria, desde las olvidadas y oscuras profundidades ocultas tras las redes sutiles y las superficies refractantes y espejeantes del lenguaje. Veamos entonces el régimen de dicho ocultamiento en la elucidación planteada aquí sobre el poemario Huéspedes de la memoria de Reyna Rivas.
Los vocablos ocultamiento y olvido en griego antiguo se asocian al sentido de la palabra lethe. Lethe también es el nombre de una divinidad griega hija de Eris, la Discordia, y madre de las tres Cárites (las tres Gracias). Y el Leteo, río infernal de la mitología griega, recibe este nombre, por cuanto tiene el poder de infundir el olvido en las almas de los muertos que beben de sus aguas antes de penetrar al inframundo, y cuando van a reencarnar en nuevos cuerpos.
De allí que la verdad para los antiguos helenos fuese entendida también, y sobre todo, como desocultamiento y recuerdo: alétheia. Para Platón, así como para los acólitos de su escuela, conocer era fundamentalmente una reminiscencia (anamnesis), una recuperación y salvamento de la memoria oculta en los más recónditos ámbitos del alma del filósofo. Una rememoración de los eternos arquetipos vistos o entrevistos en el topos hiperuránico, antes de perder el alma inmortal sus alas, y caer en la prisión terrena del cuerpo-tumba (soma sema) durante sucesivas transmigraciones. Así, para la tradición grecolatina el olvido es hermano del Sueño y de la Muerte, y su alegoría ha sido cantada desde la antigüedad por los poetas.
Por su parte, los antiguos griegos, atribuyeron a Mnemosine (la Memoria), hija de Urano (el Cielo) y Gaia (la Tierra), el arte de pensar y la imposición de los nombres convenientes a todos los seres y las cosas. La diosa, de acuerdo con el mito, crea las palabras para darlas a los hombres, preservando en ellas la rememoración de lo que corresponden. Por ello, la palabra como don y designio de la deidad salvaguarda la memoria prístina de todo cuanto es. Las Musas, hijas de la Memoria y consabidas protectoras e inspiradoras de los poetas, nacieron, al cabo de un año, de las nueve noches en que Zeus la amó en el monte Pieiro.
Visto así, la poesía constituye el lugar por excelencia de la memoria en cuanto vela y revela un saber inicial (fundante) acerca de lo real, olvidado, oculto, sumergido en el silencio. Este constituye la instancia primera y última donde brota y emerge la palabra instaurando el juego de la memoria y el olvido.
La rememoración de estos mitos nos permite vislumbrar el modo en que el juego de la memoria y el olvido nos hace estar a la escucha de aquello que viene dándose como permanente búsqueda y encuentro, presencia y ausencia, venida y alejamiento de «lo inicial», inaugurado en el canto silencioso surgido en y desde el habla poética.
Oigamos entonces el tono ingrávido con el que nos habla y canta Reyna Rivas en el siguiente poema en prosa (marcado como el tercero con numeración latina) en el poemario Huéspedes de la memoria:
(III)
Lenguaje universal el que nunca alcanzaron las palabras.
Con él nos entendemos, tú, los otros, lo imposible y yo.
Nada es de nadie y sólo un gran amor que envuelve las
cosas y los hombres nos determina y aprende a llamar-
nos de algún modo.
¿Perderemos allí toda apariencia?
Alguien nos regaló un día cualquiera un nombre hermoso.
Habíamos escrito unas cuantas palabras sobre un pliego
y ese mismo día se nos llamó poetas.
¿Y qué dijimos? Comenzarán un día a morir nuestras
voces, tantos nombres que hoy nos cuentan fábulas,
historias, canciones olvidadas.
Y estaremos allí, en el paraíso del entendimiento, hablándonos
con ese lenguaje universal que no llegará
jamás a ser palabra.

El habla poética de Reyna Rivas trae desde los umbrales silenciosos de la palabra una puesta en crisis de la aprehensión logocéntrica de lo real aproximando una experiencia de sus bordes que, desde el mismo lenguaje, presagian de éste su anulación, y anuncian el ingreso a un no lugar donde la palabra en su no ser, y aun en su misma nada -pues la palabra no tiene ser sino que es su casa o templo-, abre y augura las posibilidades de un entendimiento allende al habla misma. El poema entonces deja dicho lo que aún queda sin decir, preservando en y para sí «lo indecible».
Surge en el presente poemario un nuevo y distinto resonar de la palabra desde los oceánicos abismos del silencio, y queda entreoído y entrevisto que, tal como lo señaló Heidegger en sus exégesis de la obra de Hölderlin (así como en diversas consideraciones ontológicas), en la poesía el silencio es al lenguaje como la muerte a la existencia4.
En efecto, la palabra surgida desde el silencio, traspasada y quebrantada por él, hace aparecer el ser como el darse de la cosa misma, pero en forma paradójica por cuanto el ser no se da desde las extraterritorialidades del lenguaje, como si estuviese más allá de la palabra, o como algo anterior a ella e independiente de ella, sino que se da como «efecto de silencio», al cual Heidegger llama «El sonido del silencio» (Gelaut der Stille). Por cuanto no puede darse una apertura del mundo sino como fundación de lenguaje, que es también él mismo un despliegue de la temporalidad, del horizonte del mundo y de la existencia como continuidad histórica. Mas si tal fundación se efectúa en referencia a la muerte, entonces el Dasein (ser-ahí, ser-en-el-mundo que «somos cada uno de nosotros») se constituye como un todo continuo sólo en referencia a una discontinuidad esencial, es decir, el abismo que, en la base de la continuidad de la experiencia, nos permite asomarnos a la nada y la muerte. Así, el aparecer de la cosa misma como epifanía (o parusía) nos invita al encuentro con lo esencial que atesora en el misterio de su silencio la palabra; al participar en el esplendor y el ocaso del lenguaje, en el que ser es integrarse ya en modo pleno a la muerte)5. Mas esto no debe interpretarse como aniquilación suicida, sino como comprensión de nuestra radical finitud en el despliegue temporalizante que nos acerca inexorablemente al ser sido.
La palabra auténtica guarda en su secreto el misterio que nos funda, el misterio que somos, guardando también el secreto del mundo, por cuanto el esenciar verbal de la palabra, en tanto que esenciar dicente, nos pone invisiblemente, y aun en lo hablado en presencia de las cosas en tanto cosas, trayéndolas al resplandor de la palabra.
Por ello, cuando Heidegger enuncia que «un es se da cuando se rompe la palabra» está anunciando el simultáneo esplendor-apagamiento de la palabra una vez que ha traído a la luz al ser encosando las cosas en ella. Así dirá que el romperse de la palabra quiere decir que ésta al resonar regresa a lo insonoro donde es concebida. De allí que el fulgor repentino de la palabra ilumina la relación esencial entre muerte y habla6.
El poeta Roberto Juarroz hablando, acerca de esta condición humana, en términos diferentes pero de idénticas implicaciones planteó como hecho radical el que de pronto nos encontramos existiendo y el que caigamos en cuenta de la existencia de otros  con nosotros, y aun antes el nosotros existir. El darnos cuenta de ello nos hace saber que vamos a dejar de existir en brevísimo plazo. Las explicaciones, cuerpos de ideas, doctrinas y dogmas que pretenden darle a todo esto una coherencia y una significación no nos conforman. Lo prioritario consiste entonces en situar al hombre en su absoluto despojamiento, para que surja lo que podríamos llamar como el milagro. Pues ¿qué sentido tendría que en esta situación el hombre creara algunas formas que en apariencia también se van a deshacer? Todo ello es según el parecer de Juarroz un quehacer  en el abismo, vinculado con el sentido de los límites7.
Tal es, por su parte, el sentido del breve poema marcado con el número XXIX, en Huéspedes de la memoria:
Te he atado, muerte, con la vida.
Te he enseñado a estar entre los vivos.
En cada intención hay un pedazo tuyo que se cumple.
¿Acaso nos aseguraron que éramos comienzo y que
hacia el fin marchábamos?
En esta dualidad te siento, enredada en la substancia
de la mínima historia que me va construyendo.

Y  no parece ser otro el sentido oracular de estos últimos fragmentos mánticos del poema primeramente citado:
[...] Comenzarán un día a morir nuestras
voces, tantos nombres que hoy nos cuentan fábulas,
historias, canciones olvidadas.
Y estaremos allí, en el paraíso del entendimiento, ha-
blándonos con ese lenguaje universal que no llegará
jamás a ser palabra.

El poema presagia un habla inefable, evidenciando en tal paradoja la limitación e insuficiencia propia del lenguaje discursivo (racional). Con ello la voz poética de Reyna Rivas en Huéspedes de la memoria pasa a formar parte de aquello vislumbrado en las más antiguas y venerables tradiciones y sabidurías del mundo oriental y occidental, como el taoismo, la meditación zen, el misticismo sufi o la mística cristiana, recuperadas por una buena parte de la poesía moderna y contemporánea, pues es común a todas ellas el abandono de la palabra por la entrega contemplativa; por cuanto el estado contemplativo se da sólo cuando los muros del lenguaje han sido derribados y las palabras socavadas han sucumbido en el mismo lugar de su procedencia; entonces es posible acceder a un entendimiento total e inmediato.
George Steiner ilustra este proceso de abandono místico de la palabra, de la manera siguiente: el koan zen -conocemos el sonido de dos manos que dan palmas:-¿cuál es el sonido de una sola?- es un ejercicio de verdaderos principiantes en el abandono de la palabra. La tradición occidental sabe también de la trascendencia del lenguaje hacia el silencio. El ideal trapense se remonta a abandonos del habla tan antiguos como los de los estilitas o los Padres del desierto. San Juan de la Cruz expresa la austera exaltación del alma contemplativa al romper las ataduras del entendimiento verbal común. Cuando se logra ese entendimiento, la verdad no necesita sufrir las impurezas y fragmentaciones que el lenguaje acarrea necesariamente. En la verdad última, pasado, presente y futuro se abarcan simultáneamente8.
La verdad última hallada en los abismos del silencio está vinculada con un olvido: el olvido de la palabra perdida, el olvido del lógos primigenio que cobija en su interioridad aquel saber absoluto, aquel entendimiento total, aquella «sabiduría del silencio» posible de alcanzar y rememorar por la vía contemplativa y por las revelaciones de la poesía. La palabra quebrada por el silencio muestra, como también lo ha señalado María Zambrano, que la verdad necesita de un gran vació de un silencio donde pueda aposentarse sin que ninguna otra presencia se mezcle con la suya desfigurándola9. El fundamento de tal verdad sólo se halla en las fronteras del lenguaje, en la zona silenciosa de lo inefable, y es posible de ser alcanzado únicamente en una dimensión no superadora, más allá de la palabra10.
Así, la verdad entendida aquí en el sentido griego originario de revelación y ocultamiento cobra presencia inefable. Tal como también lo ha aseverado el poeta José Ángel Valente, la palabra poética se transfigura transmutándose en el lugar no del decir sino del aparecer, un ámbito de la presencia, un espacio de la más originaria epifanía. Así lo indecible en cuanto tal aparece o se muestra en el poema, por cuanto éste no dice, no afirma ni niega, sino que hace signos; significa la indecible, no porque la diga, sino porque el poema constituye el ámbito central o punto instantáneo de la manifestación. Por ello el poema, la palabra poética o el lenguaje poético nunca hallan cabida en el lenguaje continuo del discurso, sino que suscita su discontinuidad o su abolición radical. De allí surge el que sea propio de la palabra poética quemarse o disolverse en la luz o en la transparencia de la aparición. El poema se instaura  como el lugar privilegiado donde se cumple la nostalgia de la disolución de la forma, y el lenguaje queda allí en suspenso, detenido o deslumbrado por lo que en él se manifiesta. Más aún, la disolución del lenguaje, conduce en el ocaso las nociones de espacio y tiempo, incluyendo a la noción del sí mismo o del yo11.
            ¿Qué revela entonces la palabra despojada, hundida por el naufragio del lenguaje en los abismos del silencio, llevada hasta la misma denegacón? Revela otro reino aún más alto, que puede concebirse como reino de comunión con el ser, acercándonos a la esencia retenida por la palabra: el misterio de lo que prevalece en ella ausente en la lejanía12. Así se aprecia en los poemas XXII y X de Huéspedes de la memoria:
(XXII)
Todo se abraza en esta total conjunción del universo.
En cada gesto o palabra podemos encerrar el mundo.
No hay comienzo ni fin.
y porque en otra orilla acaso fuimos pájaros, pedimos
para volar el gran techo del cielo.
Tan sólo así habremos sustituido la herida y el dolor
de esta desgarradura sin edad ni memoria.

(X)
Todo amontona un sin fin de palabras.
La lluvia cae y trae nombres: agua, frescura.
Sobre la piel resbalan verbos,
 y con los nervios pregonamos un alfabeto que no
aprendimos nunca.
Comienza en él la vida y un diccionario nuevo en el
cual cada nombre se niega a admitir otra definición
que no sea su presencia original, su vestidura intacta todavía.

Detengámonos un poco en este último poema para ver cómo en la más pura entraña del cuerpo (consabida metáfora de la escritura y el lenguaje) se produce entonces la revelación del reino más alto, la revelación del ser, por cuanto con los nervios pregonamos un alfabeto nunca antes aprendido. Adviene de ese modo a la presencia original aquello aún resguardado en la palabra quebrada por el silencio que late como un corazón vivo y palpitante en cada nombre (Pierre Seghers), con su vestidura intacta todavía. El cuerpo metafórico del lenguaje inaugura en el decir de Reyna Rivas un habla que procura que la palabra como nombre convoque hacia sí misma, esa palabra interior, escondida, que permanece perpetuamente abierta en el interior de sí. Ese cuerpo metafórico no es otro que el quehacer poético como experiencia de la interioridad de la palabra, el cultivo de la memoria que es la memoria inscrita en los nervios y en la carne metafórica que son también las letras.
Así, el poemario Huéspedes de la memoria, nos recuerda que en el recinto más interior de la palabra, resguardado y oculto y más allá de los últimos confines del lenguaje, habita la presencia develadora del misterio, cuyo vislumbramiento halla refugio en el acallarse implícito de la palabra, cuando esta resuena emergiendo y hundiéndose en el silencio. De este modo la palabra poética reposa en la intimidad del ámbito abierta por aquello mismo que habitando en ella la trasciende.

CAPÍTULO IV

PENSAMIENTO Y CREACIÓN EN REYNA RIVAS. PARA UNA LECTURA HERMANÉUTICA DEL POEMARIO "PALABRA Y POESÍA"

¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja todo lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió  en su alejamiento y en su duda para fijar lúcidamente y para todos su sueño?
María Zambrano. Filosofía y  poesía.

Hacia el mes de diciembre de 1968 la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela editó el poemario "Palabra y poesía" de la escritora Reyna Rivas, el cual constituye a nuestro entender a una suerte de Ars Poetica, donde la autora deja ver sus concepciones fundamentales sobre la poesía, en una escritura cuyo talante filosófico se amalgama con el talante poético. Nuestro estudio hermenéutico del poemario aspira, por una parte, desentrañar los aspectos ontopoiéticos, ontoveritativos y ontovalorativos plasmados en él. Veamos entonces cuáles son sus directrices poético-filosóficas.
Pensamiento y creación se despliegan simultáneas a lo largo de toda la estructura ternaria en que se halla configurado el poemario en estudio. Tal estructura encuentra su expresión musical (rítmica, melódica), no ya en las formas más o menos convencionales de la versificación, , sino, antes bien, en las síncopas, contratiempos y amalgamas rítmicas que generan las cadencias irregulares de la prosa, aunque no por ello excluye los dispositivos retórico - estilísticos codificados durante siglos por la poesía universal. Les otorga, por el contrario,  un nuevo rostro en su escritura, como en el caso, por ejemplo, de la anaforización. El primer poema da cuenta de ello:
Fue en futuro anterior, Y empezaste a levantar en tantas
ruinas un laberinto memorable

Fue en futuro anterior cuando las palabras se te ofrecie-
ron deshabitadas, despojadas del signo para que pudieras rescatar con ellos la forma, él color, el instante...y
otras aproximaciones, liberándolas de todas las apa-
riencias conocidas.
Cuando soñabas con tus vísperas. - . y oías los pri-
meros verbos que aprendiste a decir sin olvidarte
que con ellos habías desentrañado una elemental forma
del tiempo.
Fue en futuro anterior cuando el espacio te sorpren-
dió desprevenido.

En el etéreo espesor de la prosa poética de nuestra autora se produce la conjunción armónica de dos acciones que, según el juicio autorizado de María Zambrano han seguido en toda la historia occidental caminos diferentes: el del pensamiento (Filosofía) y el de creación (Poesía), Vocación filosófica y poética se reúnen en el poemario para llegar los fundamentos del ser en el tiempo-espacio del lenguaje de la poesía emergiendo desde la “atemporalidad de lo poético", Así, "apegándose en las orillas de un resplandor desconocido", Reyna Rivas se adentra en las grietas del lenguaje para dar un salto a los abismos del silencio. . . O, penetrando en las oquedades del grito, se esfuerza por arrancarle su aletheia al misterio.
Con ello, busca la recuperación del valor ontopoiético de la palabra, su más originaria resonancia su poder cosmogónico y demiúrgico, para elaborar desde allí una visión estética de su: poiesis,- esto es, una ontología del verbo creador, desde el cual podemos vislumbrar la perenne intervención de las fuerzas de lo no estructurado (el caos) subyacente y constituyente de las formas (el cosmos):
Cuando toda la realidad se manifestaba en un modo dis-
tinto: colores sin peso edad ni memoria, duraciones sin
medida. Formas sin orilla ninguna.

Cuando se igualaban los signos en una identidad que,
naciendo apenas, era pregunta y respuesta de sí misma..

Y soñabas con una palabra que fuese la forma poética de la razón: palabra y signo, nombre y objeto descifrado
el mismo enigma de una antigua metáfora.

Fue cuando empezaste a buscar la poesía en los bajo-
relieves de la luz y del tiempo.

    En futuro anterior.

Así, nos hallamos aquí ante un originario encuentro: el develamiento de los entes, en su apertura liminal, en el prístino fulgor del instante poético, en el cual experimentamos la permanencia en el aquí y el ahora, una vez despojados de las apariencias e instalados en la plenitud vacía de ser.
Nuestra poeta, aunque seducida por las del mundo fenoménico, no sucumbe, sin embargo, a sus encantos; antes, sabe, como lo diría María Zambrano, que ellas pugnan entre sí: sabe que quien en ella vive, perece. Por ello busca zafarse por todos los medios de su hechizo, tratando de hallarles coherencia en la invisible unidad que se teje y desteje en la escritura.
Logra esa unidad en su obra por medio de las alas sutiles de la palabra poética. Pero a costa de interrogar su misma fuente: el lenguaje devenido en temporalidad y memoria.
Para Reyna Rivas el lenguaje constituye el eje de su interrogar poético-filosófico, y es así como, buscando desentrañar sus signos ocultos, interpela su sintaxis, su morfología, sus duraciones (temporalidad), su sentido. Con ello no busca más que despojarlo de sus apariencias, arrancándole las máscaras que portan sus símbolos.
Por ello, en su cuestionar ontológico-poético contra la ilusoria coherencia del lenguaje y contra su especularidad; atraviesa sus reflectantes superficies, para adentrarse en sus más opacas y oscuras profundidades, desgarrando las finísimas redes de su entramado lingüístico y estético:
¿Apresar las cualidades?
¿Abstraer la redondez de las esferas?

¿Separar de alguna claridad la transparencia de los días?
¿Llegar a lo sustantivo desosando la forma?

    En todas esas preguntas se abrían caminos hacia la cer-
titud. En un modo perpetuo.

    Espejos eran del tiempo de tus innúmeras visiones y de
el último agotamiento: la esperanza.

Los nombres de la poesía amanecían en cada hora y en
todo lugar. Formas de otras formas encontraban espacio y
cuerpo en la palabra" traduciendo pensar y pensamiento, des-
arraigando lo pensado hasta elevarlo a la única posible tra-
ducción: la que  nacer y darse en el entendimiento por
una conjunción total de nombre y verbo.

Interrogando al lenguaje, interroga también la realidad, pues no podemos alcanzar aprehensión de ésta si antes no hemos entrado en las turbulentas corrientes de aquél. La realidad se nos ofrece entonces, como el lenguaje, investida de -apariencias y de imperativos impuestos por determinadas visiones de mundo condicionantes del sujeto. Por ello comprenderla en su más absoluta transparencia, o intuir sus oscuros fulgores, constituye el anhelo más patente en el poemario:
    Si las palabras hubieran podido quedarse allí junto a la
percepción ya las memorias. ¡Qué transparente poesía y qué
distinta hubiera sido la claridad de la metáfora!

    Poesía, ¿quién eres, dónde habitas?
    ¿Qué ser es el tuyo que ni siquiera tu no-ser lo destruye?

¿Quién no ha vivido esos instantes?
¿Quién no ha herido la noche deseándola y padeciéndola?

    Modos fueron de ver que se dieron en una precipitación
del absoluto ayudándonos a cortar el espacio, a hilar en las tinie-
blas el camino de una posible afirmación.

Porque todos tuvimos una edad en que el mirarse extra-
viaba.

    Iba y venía con la luz para aprestar el primer limite, la
realidad primera, determinándola y poseyéndola. Miradas que
perseguían claridad y ruido con la misma avidez.

    Miradas que eran nombres. Nombres que eran plenitud.
Diálogo con el espacio en el cual nos había situado. Nom-
bres de un silencio o de un grito: exclamación! sorpresa!

    Silencio y grito que fueron y son cumplimiento total
de lo nacido.

    Verbos de lo pre-dicho que se quedaron en el "entonces",
en el "desde" o en el "siempre" consustanciados con lo que
de ser habría a pesar de haber sido.

Tal interrogar es un habla (diálogo íntimo con un tú-él-nosotros-vosotros-ellos-lo Otro), que supone siempre, como bien lo ha señalado Heidegger, la experiencia del advenimiento ontológico de los entes en forma de palabra; pues el lenguaje constituye en su esencia da casa del se .
La poesía es una de las expresiones más privilegiadas del humano hacer creativo, por cuanto en ella el ser que adviene se inviste de temporalidad: «el ser es ya devenir» nos dice Heidegger. En ella, en la poesía,  se funda la historia al mostrarnos al mundo y a nosotros mismos existiendo en una nueva comunión, por la cual alcanzamos una nueva recuperación de la realidad.
Es por ello que entre la poesía y el pensamiento existe una vecindad que los une. Tal vecindad, según lo diría Heidegger se establece en la proximidad del decir, y es aquí donde se patentiza la esencia misma del habla. Tal decir es entonces un mostrar, un “desocultar” (aletheia): una liberación luminosa-ocultadora, un ofrecimiento de lo que llamamos mundo.
En la poesía de Reyna Rivas también se hace manifiesto el anhelo universal que palpita en toda creación artística, el retorno al mito paradisíaco de la niñez:  "querer reconquistar el sueño primero, cuando el hombre no había despertado en la caída, el sueño de inocencia anterior a la pubertad" como lo apunta María Zambrano. Por ello,  traspasando los límites de lo puramente empírico  Reina Rivas explora los enigmáticos territorios y temporalidades del mito, en busca siempre de la liberación luminosa del sentido oculto tras las formas que toma la palabra en la poesía; ya sean estas metáfora, imagen, verbo, sustantivo, adjetivo o "adverbio... La mitopoíesis de Reina Rivas surge con, y desde, la reflexión poética sobre el lenguaje y su capacidad fundadora de mundos reales, mundos posibles o imposibles (imaginarios, soñados o ensoñados) por un acto de transmutación del lenguaje en y desde las transverbaciones operadas en la escritura:
[...]
La poesía era entonces tu realidad, tu sueño
tu ser y aún tu tiempo. y ni siquiera la historia
podía liberarte de tu conciencia mítica puesto
que tenías que pre-suponer que en un futuro
mediato o inmediato tu también serías prehis-
toria de otra historia.

Aquellos mundos emergen de la bruma de los sueños, surgen del "sueño primero", como llamara María Zambrano a la poesía, en el que la inocencia se ve transfigurada en vida y conciencia: en palabra y eternidad. Es en ese sumergirse en las profundidades del tiempo y la memoria, "en futuro anterior", donde la poeta falconiana restaura la sagrada unidad de los orígenes, hallada y cantada también por todos los poetas del mundo:
[...]
    Todo poeta podría contar la misma historia:

    -Había una vez... un tiempo... una edad
en la cual yo podía vivir mi propia fábula. Vuelo
mágico donde el volar volaba. . . Edad cuando
las cosas hablaban nombrándose desde su sola realidad.
Cuando un color podía crecer desde sí mismo y,
sin más ser menos azul o casi azul. Cuando la luz
inventaba claridades nunca vistas y definía el oro,
 la redondez y los milagros.

    Cuando la infancia sobrevive en el cuerpo intacto
de los nombres más puros y en los lugares de la pura
inocencia.

    Cuando se hace imposible encerrar el pasado
entre la cruz y la raya de recuerdo y olvido. Cuando
se hace conjugable y portadora de una
doble metáfora.

    Cuando nacemos a la luz desprevenidos, caídos,
su voz sin verbo alguno, dándonos en el afán de
encontrar la personal situación en orden del mundo.

    Entonces cada hombre buscando su ritmo en el
espacio pre-fijándose o subfijandose aún desde su
negación y allí junto a la luz nacida por el amor
consubstanciado del decir y el mirar.

    Y el instante crecía y de sus cualidades nacían
horas, días y años, noches y auroras, vigilias y des-
velos interminables.

    Un tiempo ajeno nacía entonces: dádiva y ofren-
da, entre la oscuridad de víscera y entraña.

Una de las condiciones fundamentales de  toda creación, de toda poesía, es "el vaciado del yo" a través del cual adviene el Universo; y no, como muchos pudieran creer, de una voluntad intencional y consciente  como lo señala el poeta español José Ángel Valente en un texto ya citado.
Al decir de Maria; Zambrano en la poesía convergen angustia y salvación. Así, agobiado por la angustia de la creación, es casi siempre la palabra la que se salva por la mediación del poeta, y si-luego este Regara a salvarse es porque se ha vaciado de sí mismo para que su yo no se interponga entre la palabra y el universo. "El poeta se desvive, alejándose de su posible 'si mismo', por amor al origen"
En esta obra poética de Reyna Rivas ya pueden hallarse el alejamiento y el vaciado del yo como resultado de arduas interrogaciones a la escritura y ala vida. Esto último de patentiza en el poema que sigue:
[…]
    Pero nuestras voces empiezan a morir porque los
nombres que sabíamos pierden sustantivación, su
hilo conductor en el sueño del tiempo.

Esta es su voz:
-Venid que empieza el drama

Y el eco:
-La persona ha perdido su mascara

Y el otro eco:
-La tragedia ya no es un devenir
sino una situación.
Y un algo nace, se perpetúa.
¡Silencio! entra el enamorado entre el
amoramado esta naciendo amando.

El salto al vacío que se opera en la escritura poética de nuestra autora indica un abandono de las seguridades aparentes para ir a un más allá (o aun más acá), asumiendo el riesgo existencial que indica la puesta en abismo del yo. Y nos advierte, también, acerca de una aspiración de trascendencia: la sed de Absoluto y de eternidad que pervive en toda creación. . .

CAPÍTULO V

            SUEÑOS, TIEMPO Y SER.
INDAGACIONES HERMENÉUTICAS SOBRE EL POEMARIO SUEÑO DE
LA PALABRA DE REYNA  RIVAS

Vida y sueño tienen esta comunidad de raíz y de origen. La vida comienza soñando.
María Zambrano
La palabra opera como constructor de una estética de origen en la memoria de la materia, en la esencia de los elementos. La palabra se descubre, se amanece en el acto poético como el advenimiento de una memoria cósmica.
Albanela Pérez Suárez
El sueño constituye un retorno al estado previo al nacimiento, una vuelta a las aguas marinas primordiales, al estado placentario del embrión en el cálido vientre de la madre. El primer poema del libro Sueño de la palabra, de la poeta falconiana Reyna Rivas, explora esos estados primeros del verbo anterior a la vigilia: la palabra , primigenia, la palabra que surge de los sueños. El título que da nombre al poema ofrece los incipientes brotes esenciales del decir poético, como emergiendo de las aguas primordiales del poema, como la palabra que en el mito hebreo de la creación surgía de las voces del Elohim, moviéndose en las acuosas superficies del caos: "Palabra es la luz cuando se nombra". En él la voz numinosa y neumática que alienta la poesía de Reyna Rivas muestra el recorrido ontopoiético, ya emprendido por la autora desde sus primeras obras. Tal  es un recorrido por los caminos de la lengua, la memoria y el sueño abriendo caminos siempre hacia la comprensión poética del ser en la palabra, sus vínculos con el silencio y con la muerte, que también acecha en los recodos del lenguaje, tal como ha quedado establecido por las indagaciones teóricas contemporáneas, de Heidegger a Vattimo, Lacan, Foucault o Kristeva.
El recorrido de Reyna Rivas es un camino hacia el habla de las cosmogonías, teogonías y antropogonías de las más respetables tradiciones mitopoiéticas; empero, no ya identificadas con la mitogénesis particular de una tradición cultural determinada, sino, antes bien, con la mitogénesis misma que habla con peculiaridades específicas entretejidas en su escritura poética. De aquellas conserva la matriz generadora de sus “enunciados”, reconocibles, por ejemplo, en el poema ya señalado. Helo aquí:
Dada fue la palabra.
Y dijeron:
Palabra es la luz cuando se nombra.

Palabra es cuando se escribe
el verbo sobre las piedras.

Palabra es lo que crece entre dos sueños.

Ser de ser es  palabra,
en las entrañas de la poesía.

La palabra asume así el estatuto ontológico en el que el acto de la elocución  poética no sólo se nombra a sí mismo, sino a su arcana procedencia, surgida de un decir primero que hizo de la palabra misma el ámbito por excelencia de todo cuanto alcanza el ser y su despliegue “mundano” en el habla de la poesía. Mas tal despliegue sólo es posible desde ese surgir misterioso en el que todo poeta alcanza su silencioso vislumbramiento: el espacio abierto, como un claro en el bosque, entre uno y otro sueño. Es precisamente ese surgir el fundamento de la presente dilucidación, tendida hacia un esfuerzo por develar los misterios que hacen de los sueños la fuente en donde Reyna Rivas gesta y da nacimiento y crianza a su obrar poético.
A nuestro entender, en el poemario Sueño de la palabra, Reyna Rivas se propone la tarea de indagar sobre los fundamentos de su poética, y, más allá de ello, de la poesía misma, desde la indeterminación, por demás enigmática, de la atemporoespacialidad de los sueños, donde, al decir de María Zambrano, asistimos a la génesis de la conciencia aun en sus propios afueras, a saber, en las desafiantes aporías que nos plantea el mundo onírico en cuanto  más real es en su terribilidad hermética y oscura,  desafiando las previsiones cuantificables del logos diurno: la ratio técnica prometeica y apolínea.
El intersticio surgido entre dos sueños, constituye el trazo que dejan las pisadas del poeta trashumante en la itinerancia que le conduce del silencio al habla, en el habla misma del poema: a la palabra en su decir conforme a esencia.
El inter de dos sueños constituye el trazo dejado en el camino que conduce al habla poética: al decir revelador y ocultante de la palabra como don y verdad del ser, y su cobijo en ella y por ella.
El espacio entre dos sueños no es sólo un simple estar ataráxico del éxtasis del soñante, en el arribo de los sueños por los senderos y meandros laberínticos de la noche, ni un estar azaroso en la discontinuidad abisal, en medio de la indeterminación inaprensible para él a merced del sueño, sino, antes bien, una transpropiación no perceptual, por hallarse el yo conciente enajenado de sus propios ámbitos de lo sensible e inteligible, mantenidos en los corrientes estados de vigilia. En ese espacio despierta el poeta hechizado y henchido por los sortilegios del sueño, mas vaciado de sí mismo, y por ello pletórico de verdad y ser.
En Reyna Rivas el camino al habla poética está marcado por los encantamientos de los afueras y adentros enigmáticos de los sueños, acaeciendo, sin embargo, en su indeterminada atemporalidad y simultaneidad espacial, pero gracias a la paradójica adveniencia de aquellos en la palabra soñada y ensoñada en el intersticio, estando el yo en suspenso (fuera de sí). Mas este estar fuera de sí, el estar enajenado del sujeto percipiente, se halla lejos de ser una banal degradación; por el contrario, es un estado del ser en la autenticidad de la destinación de su verdad en la más plena libertad inimaginable. Tal es el decir del Ser en las palabras del poema aquí dilucidado:
Había que elegir
pero las cosas tomaron
la vestidura de sus nombres.

. . . y fue cuando quisimos regresar
pero habíamos olvidado el origen.

Fue cuando ser éramos
porque la poesía nos soñaba.

Así, el espacio entre dos sueños (la escritura poética) reúne en sí mismo la pérdida y recuperación del estado paradisíaco del poeta en los sueños y su tempus posible sólo por el camino de retorno a ellos. Tal retorno se opera únicamente desde un ingreso a aquellos por el advenimiento poético en el tiempo prístino -tempus sin tiempo- de la poesía. Tempus en el que el logos enmudece ante los horizontes de las imposibilidades siempre posibles en el infinito del habla que habla en el decir poético.
Sólo  porque la poesía nos sueña (como nos sueñan también los mitos) es por lo que podemos llegar a la plena conciencia de la más propia y eminente temporalidad que somos. En la textura de sus sueños puede hallarse entramada también la prehistoria de la vigilia[xxxviii]: la manifestación primaria de la vida y el ser en el tiempo de su esenciante acaecer apropiador[xxxix].
Contraria a la comprensión que de los sueños pudiese arrojar una visión filosófica «realista», psicoanalítica o  aun «científica», en la «comprensión poética» se vislumbra su ser más auténtico y real. Su misma atemporalidad nos dice, como lo señala Dunne, acerca de la presencia de una eternidad personal en la cual lo sido-y-lo-siendo-siempre- todavía se nos da de súbito en su unidad indiscernible e inseparable, contraria a su percepción sucesiva (causal) dada en la vigilia, con-curriendo más bien en la llamada por Borges multiplicidad  simultánea .
Se trata entonces de un tiempo no histórico en lo que éste tiene de discursividad, por cuanto al darse aquel tempus prístino como simultaneidad integradora de todas la manifestaciones temporales, aparece como una suerte de aniquilación del tiempo sucesivo; digamos otra vez con Borges: del tiempo narrativo. Si bien lo narrativo no constituye siempre una excepción del decir poético, por antonomasia el poema alcanza su consumación sólo en el brotar mismo de su instantaneidad: en la primigenia unidad que constituye su decir, y en ello radica su enigmática singularidad (distinguible, sin embargo, del relato mítico o de ficción) .
En los sueños aparece la vida del hombre como privación del tiempo  histórico. El tempus del sueño se da de modo análogo al del decir poético. Más aun: ambos tiempos muestran su acontecer en el poema de manera homóloga, alcanzando su homología en una suerte de etapa intermedia entre el no ser y la vida en la conciencia dada en la vigilia (en el intersticio de los sueños); pues conciencia no puede ser sino conciencia del misterioso acontecer de la existencia y del ser, tal como fue dilucidado por Heidegger desde sus primeras indagaciones hermenéuticas[xl].
En la subyacencia de los sueños el soñante padece su propia realidad, pues se halla a merced de lo que le viene no disponiendo ya de sí[xli]. Este no disponer de sí conforma a su vez una suerte de encerramiento en una especie de laberinto, al que llegamos trasponiendo los umbrales de la noche. El poeta asiste, de modo inexorable al ámbito que se le impone desde los mismos sueños. Se halla sumergido en la impavidez vacía, lejos ya de las logísticas previsiones de la diurnidad, en las indeterminaciones discontinuas y oscuras (imprevisibles, incontrolables) de la nocturnidad transmutadora de su conciencia, en el vértigo del abismo transfigurador de toda alteridad posible, despojado hasta de la misma protección familiar de las palabras, fuera de las redes del lenguaje y su engañosa coherencia, en la intemperie abismal del caos primigenio, en el silencio que pone en riesgo aun su propio destino; así se encuentra el poeta en la oscura noche de los sueños, y no es otro el régimen de los sueños del cual nos habla aquí la voz poética de Reyna Rivas.
A merced de los sueños el poeta experimenta entonces la realidad en su absoluta consistencia, por no hallarse privado de ella, arropado por ella y padeciéndola sin más, en la más auténtica soledad. Este estar en la subyacencia misma de la realidad es lo que a él le otorga libertad en modo pleno, hallándose solo a merced de lo que le adviene. Para la comprensión poética, ese estar a merced de lo que le adviene, enajenado de sí mismo, es lo que constituye y da fundamento a su obrar y ser. Obrar que viene a darse como un hacer constructivo, pro-ductivo,  en el que va implícita su misma trascendencia.
El poema de Reyna Rivas nos habla del sueño primero, escindido por el intersticio en dos sueños que señalan a su vez el origen y el retorno, necesario para todo obrar poético auténtico, en y desde la palabra revelada en aquel tiempo (sin tiempo), sin devenir del estado onírico:
. . . al principio
cuando el verbo era la razón conjugable,
cuando ser fuimos
en el ocio del tiempo.

. . . cuando reflejado fue el verbo
para crear en él,
para decir en él.

Así, la palabra perdida vuelve a ser recuperada en su esencialidad por el tránsito en el laberinto de los sueños, en cuyos meandros, yaciente y subsumido, el poeta ha experimentado todo el peso de la realidad, estando aun bajo la absoluta determinación de su dominio, y como llamado por ella en su más inexorable apelación. Tal ganancia constituye, sin duda, la humilde riqueza del decir poético que, también a nosotros, siempre nos convida a participar en ese oscuro destello de la verdad allí revelada, en su más enigmático ocultamiento.
El segundo poema nos dice del don otorgado en los sueños al poeta:
“Recibida habrá de ser la luz”:
Recibida habrá de ser la luz
cuando la verdad sacra-mente los nombres
y los siembre en el nunca,
en el siempre,
en la estación de hoy,

. . . para que crezca otra vez
 el siempre amor.

Recibida habrá de ser la luz
cuando encontremos
las soledades atravesadas
por un largo memorial
de lino y agua, entre la última palabra
de tiempo y ser nacida.

Habiendo estado a merced del caos y el abismo, en atención plena al llamado absoluto de los sueños, y una vez vaciado del yo en su viaje por los senderos de la noche primordial, al poeta le es dada la verdad como un sacramento, donde adviene la palabra misma como lugar por excelencia de lo sagrado. Recordemos con Heidegger que, a la sede donde antaño los dioses hacían su aparición le es retenida la palabra, por cuanto el decir era en si un dejar aparecer de aquello que entreveían los dicentes, pues ellos mismos habían sido contemplados con anterioridad por la mirada de eso entrevisto[xlii]. El dejar aparecer ocurre aquí bajo la luz restallante, como un relámpago en la más densa oscuridad nocturna, de la palabra. La luz es, entonces, en el poema de Reyna Rivas, el símbolo por antonomasia de aquello visto por los dicentes de la exégesis heideggeriana, por cuanto en lo visto reposa la presencia actualizada en la conmemoración del ser oído, ocultado y, no obstante, mostrado en el decir poético, donde se da el surgimiento de lo verdadero, en cuyo acaecer se  restablecen los nexos con lo invisible[xliii].
La luz entrevista, en las caóticas tinieblas de los sueños, señala en su aletheia las vinculaciones misteriosas de la vida y de la muerte, los enigmas sagrados del hombre y el mundo, y todo aquello que nos abisma en la serena perplejidad del silencio más originario. La luz recibida como don divino evoca conmemorando en la palabra sus propios e indescifrables enigmas, y los de la memoria y el tiempo, fulgurando en los nombres que mientan al mundo y sus entidades, para darles cabida ontogénico-fundante en nuestro habitar terreno. Mas tal habitar, sólo es posible por el construir inherente a todo poetizar en la cuaternidad unificadora y esenciante que conforman el cielo, la divinidad, la tierra y los mortales, tal como lo indica Heidegger, al dilucidar estos ámbitos de la existencia, vale decir, de la realidad[xliv].
Los sueños son aún más que simples sueños: constituyen un retorno a los orígenes mismos de la vida en sus calladas y diversas formas. En los sueños al poeta le es dada la entrevisión de los orígenes del Todo, cuyo empalabramiento surge despejado y despojado del arbitrio convencional en el decir poético, en el ámbito intersticial que establece el puente entre el sueño primero, paradisíaco, y el sueño segundo, el de la redención, recuperación y resguardo de aquel primero. Por ello, quizá, María Zambrano apunta que:
La poesía ha seguido el sol en su camino procurando espejar lo que alumbra invisiblemente para los abandonados por él en su carrera, ha entrado en este tiempo sombrío y los ha procurado rescatar y se ha deslizado hacia abajo, por la raíz del tiempo, por el laberinto que se abre no más se deja el tranquilizador tiempo de la conciencia, el apto para la formación del concepto[xlv].
Tal es el camino de la noche y de los sueños transitado por el poeta, aun a riesgo de perderse en sus abismos peligrosos y, también, no pocas veces infernales. Por ello, la noche y los sueños, desde siempre, han sido los símbolos fundamentales de la poesía y el arte, en todas las épocas de la historia acontecida de los pueblos, y más aún de aquellos ágrafos que todavía hoy intentan, aunque a duras penas, preservar sus tradiciones en medio de la vorágine de un planeta cada día más globalizado, donde la ratio técnica ha pretendido (sin lograrlo) coartar con sus asedios y poderosísimos controles tecnocráticos, las iniciativas del construir y habitar poéticos, en la que Heidegger llamó la época de la imagen del mundo.
Por otra parte, como ya lo apuntaba Albanela Pérez Suárez en sus consideraciones sobre Sueño de la palabra, la experiencia poética comienza siempre a través de diálogos, de confrontaciones. Desde sus inicios, Sueño de la palabra es un libro dominado por un debate de ciencia íntima de la palabra. Sólo la poseía accede  a la evidencia de un saber original que le es indispensable. “La poesía es el absoluto real”, invocación de Novalis que expresa la necesidad de hacer referencia a esencias no a cuerpos. Por ello, esa inquietud del poeta ante el disfraz que el tiempo deposita en la palabra. La vestidura de los nombres corresponde a la descentralización de la palabra y a una incapacidad de enunciación. Asimismo, Sueño de la palabra recoge en sus fragmentos de depurada expresión, una reflexión conciliatoria de la palabra con el  mundo. Nombrar se convierte en la oración inauguradora, en el lugar del nacimiento “cuando dos memorables  cruzaron sus soledades”. Un omnímodo para la poesía, el lugar donde todo es posible, como decía Alejandra Pizarnik. Su conciencia poética le permite recobrar la expresión de una larga nostalgia. Y la conjugación del tiempo, la razón en el ser en una poesía ganada por la lucidez y el despojamiento. Rivas nos invita a que se explore lo que resurge en la única morada posible: el poema[xlvi]. (Texto presentado con motivo del bautizo del poemario en marzo de 1997, fotocopiado y cedido a mí por Reyna Rivas).
Asimismo, en el poemario Palabra y poesía apreciamos una continuidad con su obra anterior, muy especialmente con los libros: Huéspedes de la memoria (1957), Palabra y poesía (1968) y Memorables (1975); obras poéticas que tienen como  hilo conductor, la reflexión sobre el arte que se ejecuta y su instrumento, en este caso, la palabra poética. Tema que coloca a Reyna Rivas, de nuevo, a la vanguardia de la poesía venezolana.
Finalmente, Sueño de la palabra es una obra de madurez creadora. Si ya en sus obras anteriores no había cabida para la palabra, o para el sentido del ornamento vano, aquí sólo se trata de exaltar con vocablos exactos, precisos en su significación y perdurables, los grandes temas de su poesía: vida opuesta a muerte; el paso del tiempo o su detención a través de la memoria; memoria en oposición a olvido y la historia de los instantes memorables de una vida. Es una poesía ya sin desperdicios, se diría, universal; porque apenas se alude a la historia cotidiana, a la gran historia o a la geografía.







CONCLUSIÓN

La relación filosofía-poesía a lo largo de la historia de la cultura occidental ha presentado radicales confrontaciones. La querella surgida entre ambas fue propulsada ya desde la antigüedad clásica a partir del planteamiento asumido en la etapa de su madurez filosófica por Platón. El Libro X de La República constituye el primer expediente en y desde el cual la filosofía instaura el combate, extendido por más de veinte siglos, contra la poesía, con las afiladas armas de la razón.
Sin embargo, cometeríamos una grave injusticia si no atinamos a reconocer que ya en Platón se suscitó, sin concretarse, un intento de reconciliación. Como lo ha observado Goyes (2004), si bien el filósofo ateniense dirigió exacerbados ataques en contra de la poesía épica y la dramática, géneros de avasallante popularidad entre sus contemporáneos, no obstante, las formas líricas no constituyeron el flanco principal para sus diatribas. El pensamiento platónico en ocasiones se muestra tolerante respecto a la poesía. En este sentido cabe destacar el tan referido diálogo Ión (o De la Poesía), en donde, pese a la sutileza de la ironía (¿socrática o, más bien platónica?) se deja ver su admiración por los poetas, quienes, recibiendo directamente de los dioses sus dones divinos en el arrebato de la inspiración, comunican a los hombres los sagrados designios, lo cual les homologa con los videntes y les convierte en verdaderos ministros de las deidades. No obstante, si bien Platón considera la poesía como un don divino que acerca a determinados hombres al conocimiento de los dioses, su rango se ve disminuido frente al rango primerísimo de la filosofía. El filósofo, por constituirse en intérprete de las verdades y conocimientos supremos, gracias a su ciencia, es el único capaz de guiar con rectitud a los demás hombres, en tanto que los poetas, por carecer de los instrumentos racionales adecuados (tecné y episteme) se ven imposibilitados (políticamente) para orientar los destinos de los ciudadanos.
Como también lo ha mostrado María Zambrano, el pensamiento logocéntrico occidental llegó con Platón a la encrucijada en la cual filosofía y poesía se encaminarían por rumbos distintos y contrapuestos. La racionalidad arrojaba así a la intuición poética condenándola al extravío mientras aquella se erigía en soberana absoluta del destino histórico, cultural y político de occidente.
Sin embargo, en algunos momentos de su historia, la filosofía quiso hacer las paces con la poesía. Muestra de ello es el intento de Aristóteles por comprender (desde la razón) las configuraciones que adquirió en la antigüedad la elocución poética, esbozando para ello una teorización acerca de sus formas, cuyo intento de sistematización dio como fruto las categorías estéticas  y  la taxonomía de los grandes géneros poéticos de la antigüedad grecolatina: la epopeya, la dramática y la lírica, aún hoy en vigencia para el estudio de la literatura. La tragedia constituyó el género poético por excelencia al que Aristóteles dedicó con ahínco su indagación estética. Pese a esto, la poesía continuó no obstante subordinada bajo el imperio de la razón.
Con el Pseudo Longino la subyugación y el ostracismo que venía padeciendo la poesía desde Platón no fue superada, a pesar de los claros intentos del esteta griego (en siglo I d.C.) por rescatarla del exilio y reconciliarla con la filosofía. Sin embargo, las consideraciones hechas por Longino en el tratado De lo sublime abonaron el campo de la filosofía preparando su terreno para nuevos brotes de reconciliación o de disputa que, espacialmente durante los siglos XVIII y XIX darían lugar a nuevas confrontaciones acerca del estatuto de la poesía frente a la filosofía.
Desde el ámbito de la poesía, en esos siglos se fue generando una comprensión más profunda acerca de su importancia en la vida y en la cultura del hombre occidental, más allá incluso de su simple consideración como puro ornamento. Sin embargo, la búsqueda de reivindicación de la poesía tuvo sus momentos más cruciales desde las últimas décadas del siglo XVIII y a todo lo largo del siglo XIX. De Hölderlin y Goethe a Tiek y Novalis, o de Víctor Hugo y Rimbaud, a Lautremont y Baudelaire, la poesía ha venido ganando terreno desde su extravío y, buscando su reafirmación, ha combatido algunas veces con las mismas armas de la razón –aunque quebrantándolas-, como Valery o Eliot, por mencionar sólo a dos de los poetas más paradigmáticos.
Otro tanto ha venido ocurriendo en la filosofía desde Nietzsche, cuyo pensamiento desborda los diques de la racionalidad moderna erosionando sus mismos fundamentos. Pero será en el siglo XX cuando en su arribo a la cultura contemporánea la filosofía produzca un retorno al punto de partida de la encrucijada abierta por Platón en busca de la definitiva (¡¿?!) reconciliación con la poesía. Quizás el filósofo que impulsó con mayor vehemencia la reconciliación entre filosofía y poesía fue Martín Heidegger, quien, percatándose del olvido del ser que el mismo ser había operado en su destinación durante todo el trayecto histórico de la metafísica occidental, asumió como la tarea rectora de su pensar la vuelta (Khere) hacia las fuentes primigenias de la filosofía, disolviéndose allí las fronteras entre esta y la poesía. Con Heidegger, filosofía y poesía coexisten en el vecindario del pensamiento: el filosofar y el poetizar hallan en el pensar su plena re-conciliación con el enigma del ser.
Desde la primera mitad del siglo XX, a partir de Heidegger, los límites entre filosofía y poesía se han disuelto gracias a la ardua y sostenida labor deconstructiva operada contra el imperio de la racionalidad occidental, sobre todo, desde la llamada por Habermas “filosofía postmetafísica” y por filósofos como Rorty o Derrida como “filosofía de los márgenes”, “filosofía imaginal”...
            Esta investigación ha querido dar cuenta, aunque en forma sucinta de esos avatares, específicamente en el capítulo introductorio. Y en los cinco restantes, ha pretendido identificar algunos trazos de la actual reconciliación entre filosofía y poesía operada en la poíesis de Reyna Rivas, mediante una aproximación hermenéutica a algunos de sus poemarios. Así, el segundo capítulo está dedicado al tema del amor y la muerte desde la interpretación, por una parte dentro de la perspectiva del psicoanálisis de Julia Kristeva, y, por la otra, de la hermenéutica filosófica de María Zambrano, los enfoques de Plotino, Ortega y Gasset y Carlos Gurméndez para el primer poemario de la autora, Seis prosas (1951).
            En el tercer capítulo estudiamos brevemente, desde la hermenéutica heideggeriana y gadameriana, y con los aportes de Valente y Juerroz, entre otros, la poética del silencio y la palabra, la memoria y el olvido en el poemario Huéspedes de la memoria (1957).
            En el cuarto capítulo mostramos algunos apuntes hermenéuticos sobre las directrices poéticas de Reyna Rivas, presentes en el poemario Palabra y poesía(1968), tales como la recuperación del valor ontopoiético de la palabra, el cuestionamiento ontopoiético del lenguaje y la realidad,  la mitopoíesis y el diálogo, entre otos.
            Por último, en el quinto capítulo, indagamos, también desde la perspectiva hermenéutica, los nexos entre sueños, tiempo y ser, manifiestos en el poemario Sueño de la palabra (1996), fundando nuestra pesquisa en los aportes ofrecidos por María Zambrano sobre el tema en cuestión. Con todo ello estamos seguros de haber comprobado nuestra hipótesis inicial según la cual la mitopoíesis de Reina Rivas surge con y desde la reflexión poético-filosófica sobre el lenguaje y su capacidad fundadora de mundos reales, posibles o utópicos, imaginados, soñados o ensoñados; por cuanto es en el ámbito de lo imaginario en conjunción con lo simbólico, lo real, lo intelectivo y lo intuitivo devenidos en escritura (en lenguaje), donde se da la relación filosofía-poesía.




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